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Críticas 2 253
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
9
26 de octubre de 2018
52 de 54 usuarios han encontrado esta crítica útil
Kenichi es un hombre que va a descender al inframundo de su propio inconsciente tras haber sido hipnotizado por las palabras del Diablo. Pues el encuentro con él no le cambia, te cambia a ti.
Y es inevitable cuando sus palabras revelan a tu auténtico "yo".

Con una carrera de más de diez años (donde sobre todo destaca "Sweet Home"), Kiyoshi Kurosawa daría el salto definitivo del "V-Cinema" en el que había empleado mucho tiempo, y lo haría, siendo reconocido así a nivel internacional como un maestro del terror psicológico contemporáneo, con el que sería uno de los mejores "thrillers" orientales de todos los tiempos e influencia para la ola de terror que estaba a punto de explotar a finales de esos '90, justo cuando ese cine de suspense habitado por asesinos en serie resultaba una de las apuestas más seguras de cara a la taquilla (eran los tiempos de "Seven", "Copycat", "El Coleccionista de Amantes"...), cuya historia venía gestando el director desde principios de década.
Como no podía ser de otra forma, en "Cure" ya empieza jugando con nosotros: una mujer lee "Barba-azul" ante un doctor, donde ya se nos anuncia que bajo las apariencias hay misterios ocultos, incluso que va a haber un asesino y su víctima será una mujer; de repente, se perpetra el primer crimen, acompañado de una alegre música. Comienzo escorado hacia la extrañeza y enseguida al terror, pero además habitado por un retorcido humor negro que subyace al propio Kurosawa (y más aún empezando con la lectura del clásico de Perrault, que mucho influirá en la historia).

Takabe es el eficiente inspector de policía que ha de encargarse del caso, un hombre con una vida personal insatisfecha y que ha de cuidar de una esposa que padece amnesia progresiva mientras trata de resolver una serie de brutales asesinatos en los cuales la piel de las víctimas ha sido cortada en forma de "X" y no hay ninguna relación aparente entre los culpables. Pero sin duda existe una conexión, y quizá sea Kunihiko Mamiya, un extraño individuo que posee un don: introducirse en la mente de las personas y controlarlas a voluntad...
El individuo aparece en una playa desierta, salido de la nada, deambulando como un muerto vuelto a la vida. Entonces se acerca a la pantalla, hacia nosotros. ¿Quién es?, ¿de dónde viene? La secuencia está poderosamente impregnada de una sensación de agobio que se intensificará cuando el personaje tome partido en la trama; sus palabras, como la sombría atmósfera del film, ejercen un poder que atrapa. Para Kurosawa el ser humano en sí es incapaz de mostrar los sentimientos, encerrados tras un muro de opresión levantado por el entorno social; el objetivo de Mamiya es hacer aflorar al verdadero "yo" a través de la manipulación.

Una forma de terapia, de purga, de cura divina. Takabe reflexiona sobre ello ("¿Y si en el inconsciente de cada uno de los culpables hubiera enterrado un trauma bajo la forma de un odio latente?") ignorando que su propio interior también alberga un tenebroso "yo". El encuentro de Mamiya ante el protagonista en el ecuador del film (casi como el visto en "Seven") vira el esquema de la trama, donde ya la investigación no importa más que la enfermiza relación que se establece entre el asesino y el policía, actuando el primero como el catalizador para arrancar al segundo las perversas pulsiones que se hallan en algún recoveco de su psique.
Este hombre oprimido, incapaz de ser él mismo ("¡Me han enseñado a no mostrar mis sentimientos, incluso a mi mujer!", le espeta en el intenso cara a cara) se sumergirá de forma paulatina en una espiral de locura y descubrimiento íntimo donde la amenaza de lo monstruoso brota desde lo cotidiano convirtiéndose, al ser consciente de sus verdaderos sentimientos, en una perfecta figura de proyección de Mamiya (su tutor inconfesable). Kurosawa logra arrastrarnos, como a Takabe, versión más oscura y fatalista del policía de "En la Cuerda Floja", al interior de un espacio tan implacable como sugerente usando la curiosidad como pretexto.

Éste demuestra gran talento a la hora de distribuir señales ambiguas y crear un clima de conspiración permanente acrecentando la tensión al tiempo que la relación y transmisión entre Mamiya y Takabe y la perturbadora lógica de una intriga que alcanzará su sobrecogedor cenit al mostrar Sakuma la cinta de una vieja sesión de hipnosis donde sucede una irrupción estremecedora y brutal; la "cura" tiene un origen (y es que la primera sílaba del nombre de Mesmer ("me") en japonés se escribe "メ"...como una "X") y seguirá perpetuándose (detallado en Zona Spoiler). De ahí que se derive hacia una conclusión capaz de acoger toda suerte de interpretaciones (al contrario que Fincher, Kurosawa prefiere dejar en incógnita la identidad y los propósitos del "homicida").
Los protagonistas, oscuros, complejos, difuminados de cara al espectador y analizados a cierta distancia, son encarnados por un Koji Yakusho primero comedido y luego sorprendiendo con una actuación sentida y visceral, cara a cara contra un Masato Hagiwara tan hipnótico como desquiciante y repulsivo en la piel de un ser ambiguo, una suerte de John Doe metafísico y fantasma encarnado de un "otro", imagen especular de una pulsión de muerte que no se atreve a revelar su identidad. Tras ellos, unos muy solventes Anna Nakagawa y Tsuyoshi Ujiki, y los conocidos Ren Osugi y Yoshihiro "Denden" Ogata.

La abisal fotografía de Noriaki Kikumura y la absorbente puesta en escena logran unas atmósferas de puro terror capaces de transportarnos a un abismo de misterio e incesante pesadilla; desasosegante paleta de sensaciones las que nos transmite un Kurosawa pleno de facultades.
Poesía macabra con la esencia de la literatura de James Ballard sobre la locura interior y el sometimiento al infierno de la psique, heredera de "El Gabinete del dr. Caligari" y una suerte de versión moderna y torcida del "God Told me To". Una obra maestra del suspense moderno.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Chris Jiménez
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8
25 de abril de 2019
16 de 17 usuarios han encontrado esta crítica útil
"Todo lo que puedo ver son imágenes, apiñándose en mi mente […]. Intento detenerlas, abandonarlas en alguna parte...pero no quieren detenerse".
¿Hasta que punto algo que nos atormenta es capaz de crecer, devorar nuestra propia identidad, nuestro ser, y destruirnos por completo? ¿Cuándo llega realmente ese momento en el que nos vemos caminando en la cuerda floja?

Como de costumbre en su cine, Sidney Lumet vuelve a embarcarse en un exhaustivo estudio sobre la psique humana, lugar recóndito y misterioso donde innumerables males, producto del miedo, la angustia, la desesperación y el desamparo, se albergan con la esperanza de emerger en algún momento, cuya fuerza pueden corroer el alma hasta en lo más profundo. Esta historia tiene su origen en la obra de teatro "This Story of Yours", a cuya representación en 1.968 asistió un Sean Connery en la cima de su carrera que más tarde propondría al autor John R. Hopkins una adaptación cinematográfica.
La intención del actor al acometer el proyecto no venía sólo por el gran potencial que vio en el argumento, sino por su deseo de demoler, una vez más, la imagen de James Bond a la que público y crítica le asociaban, la cual parecía estar encasillándole de forma irremediable. Hopkins, habiendo colaborado anteriormente con él, se encargaría del guión mientras Lumet ocupaba el puesto tras la cámara por petición expresa de Connery, quien ya se había visto a sus órdenes en "Supergolpe en Manhattan" y "La Colina", una de las obras maestras del neoyorkino.

El cielo de Bracknell es tan gris como la atmósfera reinante, todo por culpa de un asesino que continúa libre después de haber atacado a numerosas niñas; no hay pistas y las víctimas se acumulan. Esta situación mantiene en estado de constante alerta a la policía, especialmente a Johnson, un rudo y lacónico inspector que ansía coger al criminal al precio que sea; tras un inexplicable y extraño prólogo, Lumet nos sumerge en lo que parece ser un sobrio "thriller" criminal que destila el más puro aroma "hitchcockiano" (las influencias de "Frenesí" están ahí). Y así continúa hasta que un sospechoso llamado Baxter cae en las manos de Johnson...
No obstante seremos embaucados por el director (o, más bien, el guionista) cuando el argumento sufra un giro radical a eso de los tres cuartos de hora; con unas perturbadoras imágenes dispuestas en planos rápidos, dejamos el escenario policial para seguir al inspector hasta su casa, donde le espera su esposa Maureen. De aquí en adelante nos centraremos en ese hombre al que conducía una cierta serenidad y sin embargo dominaba una sensación de angustia en sordina; pronto descubriremos que se trata de un amargado, hastiado por su trabajo, su infeliz matrimonio y el mundo que le rodea, aunque el origen de ese pesar no deja de ser la violencia que cada día le acompaña en sus labores de agente de la ley.

Una violencia omnipresente que alimenta sus miedos y traumas, de los cuales no es capaz de librarse, grotescas imágenes apiladas en su cabeza cuya fuerza será la causa de su degeneración mental. En esta poderosa secuencia conoceremos la asfixiante sensación que envuelve al personaje, desamparado, incomprendido, poco a poco absorbido por su propia violencia (llegará a figurarse los rostros de Baxter y la última niña violada al sujetar a su mujer). Lumet y Hopkins han ganado la partida; el caso del violador se convierte en un mero detonante de los hechos, un pretexto para presentar el conflicto de Johnson con Baxter y consigo mismo.
Pronto se empiezan a atar los cabos; desde el primer momento el epicentro de la historia siempre ha sido el interrogatorio al sospechoso, que el director nos irá desvelando a lo largo del film a través de inesperados "flashbacks". La atmósfera, tensa y sombría, termina por violentar a los personajes, quienes destapan todos aquellos males que sin piedad los mortifican; a ojos de Johnson, el asesino se halla ante él y no duda en juzgarle, sea o no culpable (como sucedía con el jurado de "Doce Hombres sin Piedad"), sin duda unos ojos confundidos y nublados por la locura desatada en su mente.

El círculo de la desgracia eterna está representado mediante la repetición formal (la conversación entre Cartwright y Johnson encuentra su reflejo en la de Johnson y Baxter; el niño que atemorizaba a éste en la escuela quedará reencarnado en el inspector...); un cúmulo de odios y traumas soterrados que encontrarán su vía de salida por la violencia donde la salvación es poco más que imposible. El tramo final, que encontró el aplauso del mismísimo John Huston, retornará al suceso inicial, punto de inflexión en la historia y el policía, quien liberará a su auténtico "yo" (detallado en Zona Spoiler).
El convencional "thriller" que se nos había prometido queda totalmente reemplazado (nunca sabremos quién es de verdad el criminal) por una de las más viscerales introspecciones psicológicas llevadas a cabo en la gran pantalla, donde Lumet vuelve a poner de manifiesto que lo importante para él son sus personajes, interpretados de forma soberbia por un elenco donde ante todo destacan Ian Bannen, Trevor Howard y un Sean Connery sensacional desde todos ángulos, metido a conciencia en su papel; personajes envueltos en las sombras de un ambiente hermético, desasosegante y atrapante, realzado por la gélida fotografía de Gerry Fisher y la música de Harrison Birtwistle.

Connery respaldó "La Ofensa" con su propia productora, aunque ello no le reportaría casi beneficios de cara a la taquilla, por la que pasó casi desapercibida injustamente.
Pese a tratarse de un durísimo y agobiante drama psicológico difícil de soportar (y sin una trama aparente), nos hallamos ante una de las mejores muestras de talento artístico del panorama cinematográfico, sin grandes alardes técnicos ni baratos efectismos. Cine del auténtico, del que te revuelve, del que se siente en las entrañas.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Chris Jiménez
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8
22 de febrero de 2021
15 de 16 usuarios han encontrado esta crítica útil
Anochece y dos hombres unidos por la casualidad del destino y que morirán por la fatalidad del destino caminan por un tejado dirigiéndose sin saberlo al punto de inflexión que determinará su futuro.
Pocos hay tan indicados como Jean-Pierre Melville para tratar este tema con tal elegancia y resignación.

Un crítico profesional afirmó que "En una película de atracos el director realmente muestra sus habilidades durante el atraco"; puede que tuviera razón. Muchos asegurarían que este honor se lo lleva Jules Dassin gracias a la secuencia del robo de "Rififi", si bien otros señalarían primero la que nos regaló Michael Mann en "Heat"; y bien les hace falta a estos señores tirar más de memoria y recordar la presente en "Círculo Rojo": algo más de 25 minutos y medio sin diálogo entre las tinieblas de la noche y haciendo gala el parisino de un pulso, ritmo y medición del tiempo absolutamente soberbios.
Aunque este no es el único pasaje memorable de todos los que podemos hallar en la que sería su penúltima obra (tras la arrolladora "El Ejército de las Sombras") y segunda de su magistral trilogía con Alain Delon de protagonista como mítico antihéroe del género, formada por "Le Samourai", la que nos ocupa y "Crónica Negra". Al igual que en la primera el director, de su propio ideario, vuelve a hacer hincapié en la filosofía oriental para justificar y comprender el motivo de este relato criminal, con el fatal destino como principal maestro de ceremonias.

Se establece rápidamente con la presentación de dos personajes cuyas historias son narradas en paralelo hasta confluir de repente. Ambos criminales, Corey y Vogel: el primero, un gángster lacónico y huraño que será liberado de prisión por buena conducta tras haber sido informado por un guardia de la misma sobre un interesante atraco; el segundo, un violento e impasible delincuente que logra escapar de la custodia del comisario Mattei. Cada uno de estos hombres calculan sus movimientos fríamente, con la idea de la venganza y la libertad en sus cabezas, además de ser duramente perseguidos: uno por la mafia, el otro por la policía.
Mientras tanto, en un segundo plano aunque ganando fuerza a medida que se desarrollan los hechos, una segunda unión se percibe, más lejana y menos pronunciada: la del susodicho Mattei y el ex-policía Jansen (responsable de acabar de estrechar lazos entre la primera pareja), ambos solitarios y corrompidos, ambos devorados por sus demonios interiores (exteriorizándolo el segundo a través de una gran angustia y terribles delirios), y también unidos por el pasado ("Érais de la misma promoción", advierte Vogel) y condenados a encontrarse en las peores condiciones.

Todas estas interacciones, uniones y desencuentros se darán bajo la mirada gélida de Melville, que no abandona sus secuencias silenciosas y atmósferas grises, mediante las cuales será capaz de expresar miles de emociones sin pronunciarse una sola palabra (bastan las miradas y los gestos de los personajes, expuestos en los encuadres adecuados: cuando Corey y Vogel se ven en el descampado por primera vez o el asalto a la casa de Rico, auténticas lecciones de cine y narrativa); en realidad lo que desea el cineasta, a través de su estilo, forma y discurso inconfundibles, es hacernos entender que así es como debe ser el cine negro.
Esto es: depurado, sobrio, oscuro, elegante, casi sin sobresaltos repentinos y no por ello menos intenso y violento, aunque sea por medio de un elevadísimo nivel de perfeccionismo. Como de costumbre en su obra, en las de autores que sin duda le influenciaron y en el propio género, el nihilismo y la obstinada idea de la fatalidad y la culpa impregnan el film, la idea de la ausencia de inocencia en la Humanidad (que tan bien quedará expresado en palabras del inspector general Marchand) así como la presencia de una doble moral dentro del cuerpo de la policía, de la cual se sirve ese Mattei para sus propósitos.

Doble moral aplastante que provoca al espectador (al menos en mi caso...) sentir más simpatía por los criminales que por los agentes de la ley (en especial resulta repulsivo el chantaje a Santi utilizando a su hijo). Contribuyen la música de Éric de Marsan y la fotografía de Henri Decaë para hacer la película indudablemente áspera desde ese milimétricamente medido inicio en el tren, siempre rodeada de un halo de desasosiego y amargura en sordina que embarga a los personajes sin que éstos alcen la voz para resignarse; cuando las balas llegan ya nada importa, la oscuridad lo cubre todo.
Por su parte, vuelve el magnífico Delon sin dejar de ser aquel Costello de "Le Samourai" compartiendo protagonismo con un irreconocible (por comedido) Gian Maria Volontè, cuyo papel iba a estar interpretado en un principio por Jean-Paul Belmondo, que no pocos quebraderos de cabeza dio al director por culpa de su explosivo y reacio carácter. Igualmente soberbios André Bourvil, a quien la enfermedad se lo estaba comiendo y moriría un mes antes del estreno del film, y Yves Montand, que se lleva la escena más impactante del film y de la carrera de Melville: la terrible alucinación de Jansen en su habitación (donde el anterior logra unos niveles de tensión pocas veces alcanzados en su cine).

Concebida y anhelada desde veinte años atrás, "Círculo Rojo", si bien no excelente, es otra gran muestra de su visión sobre el cine negro y sus personajes condenados. Seca y fría, lúgubre, negra como el carbón, y vuelvo a recalcar que cuenta con uno de los atracos mejor calculados y filmados de la Historia del cine.
Poco le quedaba al maestro, por desgracia, para dejar este mundo de forma repentina, no sin antes regalarnos "Crónica Negra"...
Chris Jiménez
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8
15 de octubre de 2018
15 de 16 usuarios han encontrado esta crítica útil
Se alza el Sol, los trenes empiezan a pasar, se escucha el bullicio de las fábricas, recién abiertas. Las chimeneas de piedra se alzan dominantes sobre las verdes praderas escupiendo humo.
Docenas de personas abandonan sus hogares, al mismo paso, como salidos de una cadena de montaje; soldados de oficina responsables del próspero crecimiento económico de la nación. Es hora de ir a trabajar.

Hay fanáticos del cine clásico japonés que ignoran la existencia de muchos directores: Shimazu, Gosho, Naruse, Shimizu, Yamanaka...nombres que se alejan de los Kurosawa (que por cierto él no fue un clásico, sino un moderno) y los Mizoguchi que todos nos sabemos, pero que poseen igual valía e importancia. La obra del maestro Yasujiro Ozu abarca cuatro décadas, aunque también es para la mayoría un desconocido, pese a que ésta alberga no pocos títulos que han pasado a la Historia del cine (entre ellos "Primavera Tardía", "La Hierba Errante" o la inmensa "Cuentos de Tokyo", realizada en un momento en que la industria nipona estaba adquiriendo por fin reconocimiento internacional).
Tras el que fuera su trabajo más importante y exitoso, Ozu se mantuvo un tiempo sin ponerse tras la cámara. En lugar de eso decidió ayudar a su amiga y colaboradora Kinuyo Tanaka en la realización de su segundo largometraje, "La Luna se Levanta". Para alguien que había estado haciendo una película por año desde hacía tiempo, se antojaba preocupante el no ocupar la silla de director después de tres años, tanto más cuanto que los melodramas desarrollados en la intimidad del hogar estaban perdiendo popularidad en aquel momento; a esto se añadía la presión de los productores sobre Ozu, quienes le instaban a exponer temas modernos y a que abogase más por la juventud en sus obras.

El director se reunió con su habitual guionista, Kogo Noda, y se preparó para otro film ubicado en su género predilecto, el "shomin geki", pero esta vez enfocando el problema desde el prisma de la sociedad japonesa posterior a la 2.ª Guerra Mundial y en plena resurrección económica y el día a día de los trabajadores. Según Ozu, éste deseaba "reflejar el sufrimiento en la vida cotidiana de un empleado mientras la sociedad que lo rodea está sufriendo fuertes y decisivas transformaciones".
Todo ello lo vemos en "Primavera Precoz", una de sus obras menos conocidas y mencionadas. Currante asalariado como tantos otros, Shoji Sugiyama trabaja eficientemente en una compañía manufacturera de Tokyo mientras comparte con su esposa Masako un no muy satisfactorio matrimonio, en el cual parece haberse instalado una distancia infranqueable; será en el transcurso de una excursión de empresa donde la vida de Shoji pega un vuelco al mantener un romance en secreto con su compañera Chiyo. Los rumores se acaban convirtiendo en un secreto a voces, y Masako no está dispuesta a que su marido le siga ocultando la verdad...

El escenario de la ruidosa y concurrida urbe, símbolo de la recuperación y el crecimiento, se presenta, sin embargo, como un claustrofóbico microcosmos invadido por la hostilidad y la frialdad; el ciudadano medio no tiene más opción que la de soportar con resignación esa vida de esclavo asalariado, conducida por jefes a los que poco importa su situación personal. Ese clima de insatisfacción y desasosegante rutina acaba por introducirse en el seno del hogar, y capaz de trastocarlo de arriba abajo; Ozu, pesimista y melancólico, nos introduce de este modo en un drama que presenta los temas recurrentes de su obra.
Modernidad y tradición se enfrentan: la sensual y vivaracha Chiyo contra la buena, callada y fiel esposa Masako, lo que también se aplica al personaje de Shige, la madre de esta última, quien se manifiesta en contra de sus repentinas decisiones (Koichi, divertido, le dirá que está pasada de moda). La influencia de los padres sobre sus hijos vuelve a aparecer, así como la invariable costumbre nipona (la mujer seguirá con el hombre; el matrimonio, pese a todo, se perpetuará; los lazos no se romperán). Entre tanto, los hombres recuerdan con nostalgia un pasado que seguramente fue mejor, un tiempo en que eran jóvenes con ilusiones y sueños, los cuales quedaron irremediablemente aplastados bajo la posguerra, el yugo de la vida urbana y la obligación del trabajo.

En "Primavera Precoz" se repiten recursos técnicos del director tan detallistas y personales como esos planos estáticos sobre el paisaje, un personaje más de la historia, paisaje que varía desde la naturaleza del campo (lugar de libertad, alegría, confesión de sentimientos ocultos) hasta el bullicio de la ciudad (lugar de angustia, opresión, frivolidad, cinismo). Ozu posee un talento especial para que sintamos de primera mano el drama de los personajes: en cada conversación opera un extraño "raccord" con el que encuadra de cerca a los actores, situándonos entre uno y otro; nos da la impresión de que se "dirigen" a nosotros.
Aun siendo protagonista ese Ryo Ikebe que cruza la pantalla prácticamente sin mostrar una línea de expresión en su impertérrito rostro, la que se lleva la atención es una brillante Chikage Awashima, cuyo papel es la otra cara, más radical y furiosa, de la Noriko de "Primavera Tardía" (mientras que ésta rechaza la tradición del matrimonio, Masako se harta de la costumbre de tener que aguantar al marido). Completan el reparto los muy solventes Teiji Takahashi, Kumeko Urabe, la guapísima Keiko Kishi y Chisu Ryu, habitual de Ozu.

Siempre a la sombra de otros grandes títulos, "Primavera Precoz" sería el drama más extenso del director (más de dos horas y veinte) amén de uno de los más pesimistas e incisivos de su carrera.
Otra buena muestra de la habilidad de Ozu para mezclar drama intimista y dura crítica social, sin pretender crear nada nuevo, sino simplemente perfeccionando sus constantes, y aquí lo logra con momentos de gran dureza, belleza y lucidez.
Chris Jiménez
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7
28 de febrero de 2019
14 de 14 usuarios han encontrado esta crítica útil
Tenemos a un policía que se pretende un tipo duro, que va de chulo, que se cree el mejor y que está obsesionado por pillar a un hábil conductor que participa en atracos, un tipo duro de verdad, más chulo que nadie y que realmente es el mejor. ¿Quién ganará y quién perderá en esta cacería por la ciudad?

El señor Walter Hill ya llevaba un tiempo ejerciendo de guionista, pero su entrada en el cine como director fue a partir de "El Luchador", ambientada en las peleas callejeras de la New Orleans de los años '30 y que contaba con Charles Bronson y James Coburn en los papeles principales; después probó suerte en la televisión con la serie "Dog and Cat" pero obtuvo tan poco éxito que acabó cancelada. El productor Lawrence Gordon, con quien había trabajado Hill, le propuso la idea para su próximo proyecto, bautizado "The Driver", que tendría a un lacónico conductor experto en fugas de protagonista.
Según el director, su intención era hacer un "thriller" de acción lejos de los convencionalismos hollywoodienses del género. Los ingleses Barry Spikings y Michael Deeley, que financiarían "Convoy" o "El Cazador", participaron en la producción, en la que Hill deseaba tener de estrella a Steve McQueen, que rechazó por no verse repitiendo en otro film de persecuciones; tras esto, se aproximó a Ryan O'Neal, quien ya era bastante famoso gracias a "Love Story" o "Barry Lindon", y para el personaje que terminaría interpretando Bruce Dern tenía pensado a Robert Mitchum.

El argumento es de lo más sencillo. En las calles de la ciudad de Los Ángeles un conductor al que llaman "Cowboy" siempre consigue fugarse a toda velocidad del lugar de un robo y dar esquinazo hábilmente a la policía; no hay nadie tan rápido como él, por eso sus servicios no resultan nada baratos. Este tipo hecho para tener la vista en la carretera y las manos en el volante se le empieza a atragantar a un arrogante y apático detective cuyo mayor deseo es pararle los pies de una vez por todas, y para ello organizará un supuestamente infalible plan contando con la ayuda de tres atracadores...
Conciso, directo y simple, así es "The Driver". Su fuerza radica en su sencillez; no obstante, tras ella se esconde una fascinante y bella complejidad. Desde el inicio de la película, el director no se anda con innecesarios preámbulos y nos mete en el corazón de la intriga y la acción; la oscuridad de noche y la violencia de la persecución se equilibran de forma perfecta en un elegante y frenético espectáculo. Las ruedas chirrían en el asfalto y los choques duelen de verdad; Hill demuestra que tiene un talento innato a la hora de ofrecer auténtica y musculosa acción, lo que será una de las señas de identidad de su cine.

Detrás del entretenimiento tenemos a dos hombres enfrentados, el policía y el conductor. No son realmente personas, pues carecen de identidad, sino símbolos encarnados: el primero de la corrupción y la arrogancia, el segundo de la libertad y la perdición; el mayor acierto de "The Driver" es dejar a estos personajes, así como el de la chica que acompaña al conductor, en incógnita, lo que en cierto modo acaba mitificándoles y reforzando la atmósfera de misterio del film. ¿Quién es ese joven que tiene la palabra tristeza escrita en el rostro y una mirada perdida que induce a la compasión?
Por mucho glamour que desprenda, en realidad no es más que un pobre desgraciado ("ni amigos, ni trabajo fijo, ni novia, vives pobremente, no te relacionas con nadie...yo creo que las estás pasando negras"), autodestructivo por naturaleza, cuya única vía de salida al hastío es experimentar el riesgo de primera mano; lo podremos ver en ese último golpe que no realiza por el dinero, sino por ganarle el juego al policía, quien lo hostiga sin compasión. Todo resuelve como un excitante policíaco de perdedores y desalmados con esencia de la mejor novela negra criminal y el más clásico "noir", enfocando Hill su mirada en el clásico de Melville "Le Samourai", al tiempo que hereda de los violentos "thrillers" de acción con persecuciones como "Bullitt", "The French Connection" o "La Huida" (escrita por el propio Hill y dirigida por su mentor Peckinpah).

Influencias que saltan a la vista (la escena en la que el detective entra en el tren persiguiendo al tipo que ha cogido la maleta está calcada de aquella en la que McCoy seguía al ladrón que le había dado el cambiazo a Carol; Dern incluso viste de la misma forma que McQueen). El siempre carismático O'Neal se mete de maravilla en su papel de solitario amante del peligro (no necesita hablar mucho, su mirada lo dice todo...), enfrentado a un Bruce Dern detestable y tedioso como nunca, acompañados de la delicada y enigmática Isabelle Adjani.
"The Driver", a pesar de sus tremendamente bien filmadas secuencias de acción, la brillante puesta en escena de ambientación "noir" y la fotografía de Phil H. Lathrop, fue un auténtico fracaso que casi acaba con la carrera de Hill, salvada por "The Warriors" al año siguiente. Hoy día permanece, si no como una obra maestra, al menos como un pequeño clásico de culto que ha servido de inspiración a muchos cineastas...

Cosa que Tarantino, Michael Mann, Edgar Wright o Nicolas W. Refn pueden admitir.
Chris Jiménez
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