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Críticas 315
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
10
10 de junio de 2014
286 de 353 usuarios han encontrado esta crítica útil
Damien Chazelle presentó en 2013 un cortometraje en el que un estudiante y virtuoso de la batería entraba a formar parte de la banda de jazz de su conservatorio, dirigida por un estricto profesor. Esa idea cuajó y ahora nos llega la versión completa de esa historia, la tensa relación entre un alumno que se desvive por la música y un profesor que busca la absoluta perfección.

Chazelle consigue con Whiplash una conjunción perfecta entre el amor a la música y el desarrollo de sus personajes. Plano a plano la película parece construirse sólo con acordes, golpes de baquetas y resonar de las trompetas, una mezcla musical fantástica que se mueve entre Caravan y Whiplash, jazz potente que aún retumba en mis oídos. Pero no sólo de música vive esta película, ya que Chazelle consigue que profesor y alumno entren en una batalla épica de redobles y platillos, haciendo que el espectador abandone su posición pasiva y participe de forma activa en su historia. Una película que despierta la pasión por la música, aunque sea mínima, que todos llevamos dentro, y el culpable no es sólo el director, sino que sus dos protagonistas, un soberbio J.K. Simmons y un apabullante Miles Teller, ponen la piel de gallina. Una máxima que dejan bien patente en todo momento es esa búsqueda de la perfección, esa obsesión (a veces malsana) de alcanzar un nivel casi inalcanzable, algo que comparten ambos protagonistas, cada uno a su manera y por caminos distintos. Esa obsesión queda también muy bien reflejada en su difícil relación: dura, sufrida, pero llena de pasión, una pasión explosiva con un zenit inmejorable.

Llama la atención el tratamiento del sonido en Whiplash y su perfecta sintonía con la imagen. No es algo raro si tenemos en cuenta que su director es un amante reconocido de la música en general y del jazz en particular, y ese amor se nota que lo ha traslado a su mano y a su objetivo. El montaje de imágenes, repetimos, va en sintonía al sonido, a ese tronar de la batería, a los acordes de sus dos temas principales, con lo que da un ritmo trepidante (faltaría sólo eso) y un fluir de la historia muy acertado, porque no sólo de música vive Whiplash, aunque así su personaje lo pretenda con el tratamiento que de su vida real da, encontrada con su vida profesional, o la obsesión de alcanzar la maestría detrás de una batería.

Taquicardia, chorros de sudor por la espalda, los ojos y la boca abiertos al máximo y una sensación de haber estado días sentado en la misma butaca es lo que, al final, consigue Whiplash. Más de 30 minutos de pura adrenalina es lo que Chazelle junto a sus dos actores consigue transmitirnos. No hay diálogos, sólo dos hombres con su batería y su batuta, mucha fuerza, una pasión desbordada, un lugar idílico, casi de ensueño, y un escenario enorme donde lucirse. La música es la auténtica protagonista, la que sale de dos brazos con una fuerza atronadora, la que nos corta la respiración durante media hora (o al menos esa es la sensación temporal que da). Una maravilla del cine entregada a la música que tanto cinéfilos como melómanos no pueden dejar escapar. No es de extrañar por ello que tanto el público como el jurado del Festival de Sundance 2013 sucumbieran a sus encantos.
Kosti
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8
6 de junio de 2015
162 de 199 usuarios han encontrado esta crítica útil
Yorgos Lanthimos es de esos directores que parecen odiar a la humanidad, o al menos a esa parte conformista que no sabe lidiar (o no quiere ser consciente) con los problemas que nos rodean. En su quinta película, The Lobster, presenta un mundo en el que sólo se acepta la vida en pareja, esas personas que han encontrado al supuesto amor de su vida. Pero para aquellos que no lo consiguen o lo pierden por el camino, existe una segunda oportunidad, o, por el contrario, serán convertidos en un animal, aquél que el afectado elija.

El amor y la soledad, dos conceptos diametralmente opuestos y tantas veces cercanos, son explorados por Lanthimos en su cuadriculada visión del mundo, en el que la soledad es castigada y el amor es tratado como un acto mecánico, carente de todas esas variables que la riqueza del ser humano pueden presentar. Dibuja así un mundo hermético, hierático, estático; un mundo en el que los sentimientos han dado paso a la necesidad de encontrar a esa media naranja (o media langosta) y a la imposibilidad física de aprender a disfrutar la soledad o una vida no compartida, en la que puede haber cabida para un amor sincero, no manipulado, ni inventado y, menos aún, forzado.

Lanthimos vuelve a jugar a ser Dios: crea a sus personajes, les da vida y después, a sufrir. Los encierra en una prisión sentimental, tanto física como metafórica, un espacio donde vuelve a explotar su característico hermetismo y su formal frialdad, máxime en su visión de las relaciones amorosas, en las que introduce, además, ese elemento animal, representativo de la vuelta a lo salvaje, a ese instinto animal que anula todo lo característico del ser humano, o tal vez no.

The Lobster arranca de forma magistral, con una introducción rápida y un desarrollo preciso, pero no tarda en empezar a decaer y convertirse en un producto demasiado apelmazado. Más tiempo en el hotel y menos en el bosque (los dos escenarios de los que Lanthimos se vale para de(con)struir a sus personajes), hubiera conseguido hacer de esta película el plato gourmet que tendría que haber sido, a pesar de que el mensaje de Lanthimos se repita nuevamente. Si le ha beneficiado o perjudicado rodar en inglés con actores de sobra conocidos es un tema que no interesa. Su mensaje va a llegar igual sea en inglés, en griego o en chino mandarín. Es su estética y sus personajes lo que caracterizan el cine de Lanthimos, y con The Lobster lo vuelve a hacer, pero esta vez ha conseguido convencerme. Me quedo, sobre todo, con el cambio de registro de Colin Farrell, que ha conseguido mantener su rostro impertérrito, con las cejas en el lugar que le corresponde, y una Léa Seydoux en su papel más conservativo (si cabe). Buena elección de actores y de papeles que resaltan su resultado.

Esta es mi visión de la visión de Lanthimos sobre el amor, pero como siempre, en su cine cabe más de una interpretación. ¿Es The Lobster una crítica al conformismo en pareja o es un canto de odio al amor? ¿Es acaso un ataque directo al ser humano por su incapacidad de encontrar en la soledad una digna forma de vida? Vean y juzguen.
Kosti
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9
6 de junio de 2015
144 de 169 usuarios han encontrado esta crítica útil
Puede sonar a perogrullada, pero el espíritu de La gran belleza sigue presente en Paolo Sorrentino. En su última película, Youth, explora el paso de los años, las decisiones que uno toma en su juventud y el resultado que se obtiene con ellas. Pone una mirada en el pasado para analizar el presente y el futuro, sin olvidarse de incluir su peculiar mirada artística. Michael Caine interpreta a un director de orquesta, ya retirado, al que le piden un último encargo bastante particular. Le acompaña Harvey Keitel, que da vida a un director de cine que busca firmar su última gran obra maestra, su testamento fílmico en vida. Los dos se encuentran de retiro en un centro de spa en los Alpes suizos, un lugar idílico, plagado de la fauna (animal y humana) más variada, donde explorar su tiempo, sus recuerdos y el legado conseguido, «nuestro legado, que también es una perversión».

En un mundo de “selfies”, de bicicletas de última gama a caballito, de cuerpos tallados a golpe de photoshop, de grandes dramas frente a pequeños problemas y de videoclips pop que han perdido personalidad, el legado se convierte en algo indispensable, pero es un legado que llega viciado, y que las generaciones que llegan convierten en un arma a favor de lo convencional. Sorrentino repite su discurso crítico enmascarado de comedia agridulce, en esta ocasión contra la vuelta al pasado, los arrepentimientos y los presentes autodestructivos. En su mirada encontramos pasión y hastío a partes iguales, y acude, para ello, a los recuerdos, aquellos que aún permanecen, los que ya no están presentes y los que regresan en algún paréntesis de revelaciones lúcidas. Se intuye cierto miedo del propio Sorrentino a la desaparición, al olvido de lo que algún día supuso para el cine, aunque sus intenciones parecen claras cuando apunta a que la televisión es el presente y el futuro. ¿Tendrá algo que ver la mini-serie que el realizador italiano está preparando?.

Youth resulta una descarga sensorial, tanto por lo que se ve como por lo que se oye; una perfecta coreografía orquestada por el maestro Sorrentino con la música que corre a cargo de Fred Ballinger (Michael Caine), y donde la simpleza de su sonido radica en la sencillez de sus instrumentos; una batuta al servicio de la naturaleza, única inspiración de Ballinger en este mundo que empieza a conocer, un mundo donde los sentimientos están sobrevalorados, en el que se piensa siempre en el pasado y se dice pensar en el futuro, un mundo en constante avance donde lo imposible se vuelve posible.

Sorrentino rueda la vida como si de una lección se tratase, una lección a través de unos prismáticos donde todo se ve más cerca o más lejos, dependiendo del lado por donde se mire. La distancia más corta la coloca en la juventud, pero ¿qué es la juventud? Eso es lo que nos preguntan sus protagonistas: Michael Caine, que ya no resulta tan icónico como el Jep Gambardella al que Toni Servillo dio vida en La gran belleza, pero nos ofrece un Fred Ballinger irónico y taimado; y Harvey Keitel, el director de cine hastiado, un secundario de lujo que nos regala un personaje delirante. Junto a ellos, un desfile de grandes secundarios ayuda a ver la luz al final de esa pregunta, en cabeza Paul Dano y Jane Fonda, sendos papeles pequeños pero intensos y ricos en matices interpretativos, sin olvidar la aparición estelar de la enorme representación de una conocida estrella del fútbol, una reiteración de los años de gloria y punto fuerte de la crítica cómica agridulce del italiano.

En el fondo Youth resulta un canto a la belleza, esa que acompaña a los personajes acomodados de las altas esferas, esa que parece inherente a una juventud perenne no aparejada al paso del tiempo, sino a un estado de ánimo, a un don que sólo habita en los espíritus elegidos. Por eso hay jóvenes que se comportan como ancianos, y ancianos que desbordan una juventud envidiable. Sólo hay que recordar que al final lo que queda de cara al exterior es la juventud, el divino tesoro con el que Sorrentino nos vuelve a enamorar.
Kosti
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9
6 de junio de 2015
129 de 154 usuarios han encontrado esta crítica útil
László Nemes, quien fuera ayudante de cámara de Béla Tarr, discípulo suyo si apuramos, se arriesga ahora en la dirección de su primer largometraje, Saul fia (Son of Saul), en el que nos invita a pasar un día trabajando en un campo de concentración nazi, o más bien a acompañar a Saúl, un húngaro judío que trabaja para una “Sonderkommando”, un grupo de prisioneros judíos que ayudan a los nazis en su maquinaria de exterminación, limpiando detrás de sus masacres; pero todo cambia cuando Saúl encuentra el cuerpo de un niño que toma como su hijo, y al que buscará, por todos los medios, una salvación eterna.

Nemes bebe de una técnica sublime, aunque acude para ello a recursos clásicos que dan más intesidad y realismo a su historia: rueda en 35 mm., con un formato de 4:3, primeros planos con cámara al hombro, y una concatenación de largos planos secuencias que consiguen meter al espectador en los horrores del lugar y participar de la odisea de Saúl, convirtiéndonos en un prisionero más. Resulta curioso que un tema tan manido como holocaustosto judío pueda seguir dando trabajos que aún sorprendan. Nemes debuta por todo lo alto, resultando certero, artesano y asfixiante, y eso lo consigue centrándose únicamente (en su gran mayoría) en el torso de Saúl, mostrando su rostro o siguiendo sus pasos tras su clara meta, recurso éste también muy recurrente en el cine. Nemes dibuja y enfoca así un personaje exquisito: un alma desgarrada, un rostro enloquecido, un cuerpo aprisionado, y es Géza Röhrig (también debutante) quien le da vida, reflejando a la perfección la desesperación de su personaje, un trabajo de vital importancia, más teniendo en cuenta que todo lo vivimos a través de sus expresiones, de sus acciones y de los lugares que él visita. No hay paso que dé que nos podamos perder.

Nemes se atreve a introducir una visión semi-religiosa de la salvación del espíritu en ese entorno donde lo terrenal queda condenado por decisión del hombre. Su meta será salvar el último resquicio de inocencia que queda en el mundo cruel que le ha tocado vivir a Saúl, con los horrores que ha tenido que ver, escuchar, sentir y oler, y es ahí donde Son of Saul ha conseguido cautivar y calar más hondo en su proceso narrativo, que corría el riesgo de ser repetitivo y, sin embargo, ha logrado que se pueda ver un atisbo de originalidad en su presentación. A ello ayuda también su larga experiencia al lado de uno de los maestros del cine sensorial, haciendo suyo ese bonito arte de expresar, sin recurrir al llamado sentimentalismo fácil ni al oscuro recurso del posicionamiento obvio. Un brillante ejercicio al servicio de la técnica.

Son of Saul es descorazonadora, arrolladora, asfixiante y explosiva, una historia que te arrastra hasta una de las peores pesadillas de la historia, y, aún así, se agradece su trabajo realista y alejado de todo convencionalismo. Todo ello me hace pensar que, de seguir esta línea, oiremos hablar mucho, y eso espero, de László Nemes.
Kosti
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8
6 de junio de 2015
50 de 66 usuarios han encontrado esta crítica útil
Todd Haynes repite su éxito de Lejos del cielo, acercándonos una historia de amor prohibido que, nuevamente, ambienta en los años 50, y, también nuevamente, lleva como protagonista a una mujer de clase alta. En Carol son dos mujeres las que se arriesgan a romper las reglas de una sociedad cerrada, mostrando su amor. Cate Blanchett y Rooney Mara son las actrices que dan vida a Carol y Theresa. La primera, divorciada y con un hijo; la segunda, algo más joven, intenta emprender su viaje como fotógrafo. Una mirada furtiva, un tren de juguete que se detiene, unos guantes olvidados y la historia comienza su curso.

Haynes se caracteriza por dar a sus planos una delicadeza sublime. Sus movimientos son dulces, sus giros suaves y sus personajes son tratados con mimo. Ya se atisbó esa característica en Lejos del cielo, y vuelve a recurrir a ella en Carol, y eso se nota en un montaje en el que parece acudir a una línea de continuidad, donde los cortes son apenas imperceptibles. Carol y Theresa son dos mujeres pertenecientes a generaciones diferentes, pero eso no les va a impedir sentir ese flechazo a primera vista, durante un encuentro que marca claramente el cambio de roles de identidad sexual desde temprana edad, y lo que marca (aunque de forma muy tópica) la sexualidad de Theresa. Obviando diálogos imprescindibles, la palabra pierde el interés en la historia entre estas dos mujeres, y las sutiles insinuaciones dan paso al arte de la seducción, a la entrada de un amor que trasciende a todo obstáculo, o al menos lo intenta. Se trata de un suspiro que el viento arrastra hasta esas miradas cómplices que se otorgan la una a la otra, y hasta unos expresivos gestos que lo dicen todo sin necesidad de mediar palabra alguna. Ese es el don de la delicadeza que Haynes otorga a Carol y Theresa, consiguiendo que la primera mirada, la primera caricia, el primer beso, todo, consiga apasionar, alcanzando hasta el último poro de la piel del espectador, que a estas alturas ya ha perdido el control de sus emociones.

Pero no todo el mérito iba a ser de Haynes, pues Blanchett y Mara crean una pareja muy creíble. Entre ellas surge algo más que lo escrito en el guión (el primero para cine de Phyllis Nagy, basado en la novela de Patricia Highsmith), una química que combustiona con el mínimo roce. Dos roles muy diferentes, pero tan paralelos, que casi se tocan. Carol es determinante, segura, un poco autoritaria, una mujer de los pies a la cabeza. Por su parte, Theresa representa la dulzura, la inocencia, una mirada perdida y un rostro de una felicidad que no había sentido nunca. Por separadas resultan una delicia, pero juntas es cuando nos ofrecen esa simbiosis perfecta que conforma una relación ideal.

Haynes da a su película un buen ritmo, aunque ligeramente lento. Sin embargo, pudiendo parecer una contradicción, la historia de Carol y Theresa se va en un suspiro; termina igual que empezó, sin apenas darnos cuenta. Su relación es narrada de tal forma que no necesita caer en reiteraciones banales ni caer en recursos manidos de su género, con ese ritmo calmado y delicado, pero directo. Sólo le quedaba rematar el último problema: “¿cómo termino su historia?”. La solución sólo podría encontrarse en la mirada del espectador, al que Haynes regala dos planos que, sin utilizar palabra alguna, lo dicen todo.

Carol resulta una historia de amor fuera de lo habitual, delicada y pasional, que conseguirá enamorar a buena parte del público. Una pequeña joya brillante que despertará corazones, elevará espíritus y abrirá mentes de una forma magistral.
Kosti
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