La fontana de oro/XII
El sol y doña Leoncia aparecieron con igual esplendor y hermosura en las primeras horas del siguiente día. La patrona, dejando las ociosas lanas, dio principio a su tocado, que era algo complicado, porque consistía en una restauración concienzuda de todos los deterioros que en su persona hacían lentamente los años.
Después de dar al viento la poca abundante cabellera, comenzaba a tejer un moño, que, a no recibir el refuerzo de unos hinchados cojinillos, no sería más grande que un huevo. Pasaba inmediatamente a adobarse el rostro, operación verificada tan hábil y discretamente, que no conociera la verdad de su mentira ni el mismo don Gil, que era la persona que más se acercaba a ella durante el día. A veces solía usar cierto pincelito; pero esto no era más que en los días clásicos, y no hacemos alto en ello por ahora. En estas ocupaciones estaba, mal ceñidas las faldas, sin corsé y descubiertas con negligente desnudez las dos terceras partes de su voluminoso seno, cuando una persona entró en la casa, y acercándose al cuarto de la diosa, dio un par de golpecitos en la puerta.
«¿Quién?» dijo alarmada la vizcaína.
-Yo.
-Por Dios, Carrascosa, no entre usted, que estoy...
Pero Carrascosa empujó la puerta, y la hubiera abierto a no impedírselo por dentro la asustadiza y honesta dama, que dejó el aceite y se ciñó el vestido rápidamente para acudir a defender la plaza.
«Leoncia, Leoncia, mira que soy yo, tu Gil».
-Don Gil, don Gil, no sea usted pesado. Siempre viene usted cuando está una arreglándose. Espere usted. Pase a la cocina, que tengo que hablarle.
-Yo también tengo que hablarte -dijo Carrascosa, aplicando el ojo a la cerradura por probar si veía algo.
Doña Leoncia no tardó en arreglarse: se ciñó el corsé, se puso las últimas horquillas, se aplicó dos o tres alfileres al pecho, se echó un mantón sobre los hombros y pasó a la cocina.
«Sabes que vengo muy incomodado -le dijo don Gil, mientras la dama, que se había acercado al hornillo, se esforzaba en encender con pajuela unos carbones-; sabes que estoy muy incomodado, Leoncia, con lo que dice la gente, y vengo a que me saques de dudas; porque, en fin, tengo esto atravesado en el gaznate y no lo puedo pasar».
-¿Qué?, ¿a ver?... ¿a ver qué majaderías traes hoy?
-Nada, sino que la gente da en decir que tú... -aquí el ex-covachuelista se detuvo, como si efectivamente se le atragantara una cosa en las fauces.
-¿Que yo?... ¿a ver?, ¿qué? -dijo la patrona, soplando los carbones.
-Que tú... quiero decir... que ese jovencito que hace versos y vive en ese gabinete, está muy fino contigo, y te está cortejando... Me dijo la frutera que ayer te vio salir con él de paseo, y...
-No me vengas acá con majaderías -dijo doña Leoncia, alzando en su derecha mano una badila de cobre que en aquellos momentos le servía-: lo que hay es que como una es mujer de opinión, ha de estar todo el mundo ocupándose de una para decir lo que se le antoja. ¡Vaya, don Gil! ¿Y usted se anda en chismes con la frutera? ¡Buena está ella! No me vuelva usted acá con enredos. Lo que hay es que no puede una mover un pie sin que venga toda la vecindad a decir por qué sí y por qué no.
-Cepos quedos -dijo Carrascosa-, que yo no dudo de que seas una mujer muy principal; pero debe evitarse que la gente ande diciendo cosas... porque...
-No me hables de eso, Gil; Gil, no me hables de eso -dijo fingiéndose incomodada doña Leoncia-; que todos los hombres son unos engañosos, y está una muy escarmentada... no... digo... muy... Le han dicho a una lo que son los hombres... Y si no, miren al prestamista de abajo que todos los días desayuna a su mujer con cincuenta palos.
-¡Oh Leoncia de mis pecados! Y piensas que yo no te he de tratar como una dócil ovejuela que eres... Mira, no seas tonta: puesto que nos hemos de arreglar y es preciso mantener la opinión, bueno sería que echaras de tu casa a ese mozalbete, y que se fuera con sus versos a otra parte.
-Pues digo que no. Si hablan, que hablen; si enjurian, que enjurien. Yo soy mujer de opinión.
-Jesús, Leoncia: ¿y no me haces ese gusto?
Doña Leoncia empezó a reír con mucha gana; y el buen Carrascosa, que no estaba dispuesto aquel día a ponerse serio, se serenó y concluyó por reírse también.
«Mira que esta tarde voy con doña Petronila y Juliana a merendar a Chamartín. Doña Ramona vendrá también, y si tú vienes, cantarás aquellas seguidillas que sabes».
-Yo no estoy para seguidillas. Lo que me carga es que vaya ese don Ramoncito, que me tiene ya hasta aquí. Mira, mira, Leoncia: si lo echas, estaré cantando seguidillas cuatro días seguidos. ¡Ah! No me acordaba: ¿sabes que estamos arreglando una procesión en las Maravillas? Ya te proporcionaré un balcón para que la veas. Va a estar muy lucida, y salen más de veinticinco santos y todas las cofradías de Madrid.
-Mira, Gil, no te andes con procesiones, que es cosa que no me gusta. ¿Con que vienes a Chamartín?
-Sí: bueno es que nos vayamos allá, porque hoy hay jarana en Madrid, y se me antoja que habrá tiros por esas calles.
-¡Jesús y Santa Librada! ¡Otra jarana! -dijo la vizcaína con el rostro descompuesto y mudando de color-. Pero ¿qué hay?
-Ahí es nada. Que esos locos de la Fontana van a pasear el retrato de Riego con música y todo. La autoridad ha prohibido esa procesión, y ellos dicen que la habrá. Veremos quién gana. Ya anda la gente por ahí alborotada y pronto hemos de ver el tumulto.
En efecto, el ruido no se hizo esperar: un gentío inmenso ocupaba la vecina plazuela de Santa Ana, y hasta la tranquila mansión de doña Leoncia llegó el rumor de las voces. La criada, que venía de comprar, entró dando gritos de terror y diciendo que había sentido unos grandes cañonazos. A los gritos de la gallega despertaron los tres amigos y Lázaro.
«¿Qué hay? -dijo Javier-. ¿Qué algazara es esta?».
-¿Qué ha de ser sino la procesión? -dijo el Doctrino.
Lázaro se levantó dolorido, porque con la molesta posición que en el sueño tomó parecía que se le había roto el espinazo. Abrieron el balcón y miraron. Doña Leoncia entró en el cuarto del poeta dando alaridos y manoteando.
«¡Jesús, Jesús! ¡No abran ustedes el balcón, que se nos va a meter aquí alguna bomba! ¿No oyen ustedes los cañonazos? ¡Jesús, qué disparos tan fuertes!».
-Señora, usted está soñando con los cañonazos.
-No te alarmes, Artemisa, Electra...
-¡Cierren ese balcón!
Los cuatro jóvenes eran muy curiosos para contentarse con mirar desde el balcón. Bajaron a la calle con mucha prisa para unirse al gentío, aunque Lázaro pensaba dejar aquello y marcharse inmediatamente a casa de su tío, recogiendo de antemano su mezquino equipaje en el Parador del Agujero.
«¿Quién es ese joven?» dijo don Gil a la patrona, luego que los cuatro habían bajado.
-No sé quién es: le trajeron anoche.
Carrascosa creyó reconocer en aquel joven al sobrino de su amigo, a quien había tratado en Ateca; y queriendo cerciorarse, porque sin duda le interesaba, bajó tras ellos. Los cuatro jóvenes se mezclaron al gentío: no se podía dar un paso. La procesión estaba organizada, y pronto iba a emprender la marcha para salir a la calle de Atocha. Gran confusión reinaba en la multitud, y eran vanos los esfuerzos de dos o tres personas para poner en filas ordenadas al pueblo y dirigirle.
Lázaro trató de marchar a donde debía; pero tuvo una tentación, que le hizo detenerse meditabundo y preocupado. Al ver aquella multitud, su imaginación, abatida y exánime desde la singular escena del café, volvió a remontarse tomando su acostumbrado vuelo. Allí estaba reunido un pueblo, dispuesto a una gran manifestación. Confuso y como asustado de su empresa, la muchedumbre vacilaba, no tenía fijeza ni determinación; sin duda allí faltaba algo. Lázaro quiso dominarse rechazando la tentación. Se alejó del pueblo y volvió a acercarse a él. «Sí -pensaba-, aquí falta algo: falta una voz».
Había llegado aquel momento supremo de las agitaciones populares en que las turbas se paran silenciosas, alterados los miles de corazones por un solo y profundo temor, trastornadas las mil cabezas con una sola duda. Falta que una voz sola diga lo que todos sienten. En estos momentos solemnes es cuando vemos un cuerpo elevarse sobre miles de cuerpos y una mano temblorosa extenderse sobre tantas cabezas. Una voz expresa lo que en tantos cerebros pugna por adquirir formas orales; esa voz dice lo que una multitud no puede decir; porque la multitud que obra como un solo cuerpo con decisión y seguridad, no tiene otra voz que el rumor salvaje compuesto de infinitos y desiguales sonidos.
Cuando aquel hombre ha hablado, la multitud ha dicho lo que tenía que decir; la multitud se conoce, ha podido recoger y unificar sus fuerzas, ha adquirido lo que no tenía: conciencia y unidad. Ya no es un conjunto inorgánico de fuerzas ciegas: es un cuerpo inteligente cuya actividad tiende a un objeto fijo, bueno o malo, pero al cual se encamina con decisión y conocimiento.
Esto pensaba Lázaro. ¿Podría él ser ese medio de expresión? ¿Sería el Verbo revelador de aquel cuerpo ciego e inconsciente? ¿Hablaría o no hablaría? La masa en tanto se arremolinaba y se extendía por la plazuela del Ángel. Lázaro la siguió como fascinado; después se apartó con miedo de ella y de sí mismo. Pero no podía resolverse a retirarse. ¿Hablaría o no? Le oirían de seguro. ¿Cómo no, si había de decir cosas tan bellas? Él estaba seguro de que las diría. Las palabras que había de decir estaban escritas con letras de fuego en el espacio.
Ya el retrato avanzaba llevado por cuatro socios de la Fontana. Sonaba la música, el gentío rodeaba el lienzo, y todos se movían sin adelantar, oscilaban sin extenderse, se revolvían confundiéndose. Sin duda faltaba algo. Lázaro se mezcló en el torbellino. Sus ojos brillaban con extraordinario resplandor; su inquietud era una convulsión, su agitación una fiebre, su mirada un rayo. Cruzábanle por la mente extrañas y sublimes formas de elocuencia; latíale el corazón con rapidez desenfrenada; las sienes le quemaban, y sentía en su garganta una vibración sonora que no necesitaba más que un poco de aire para ser voz elocuente y robusta.
Vio que alzaban el retrato, que la turba se arremolinaba en circuitos sin fin y vio agitarse en el aire multitud de pañuelos blancos que salían de aquel torbellino como una espuma.
La comitiva desordenada siguió por la calle de Atocha y penetró en la Plaza Mayor. Allí se difundió un poco. Pero después trató de atravesar el arco de la calle de la Amargura para entrar en Platerías. El gran monstruo midió de una mirada el volumen de sus miembros multiplicados y la anchura del Arco por donde había de pasar. El camello iba a pasar por el ojo de la aguja. Hubo un movimiento convulsivo de codos, y los abdómenes se deprimieron, giraban los cuerpos, y algunos sombreros saltaron a impulsos de las repercusiones y choques de tantas cabezas. Algunas voces trataron de pronunciar una orden para vencer aquella dificultad, problema de obstetricia, sin duda.
«Delante el retrato. Dejen pasar el retrato» decían.
Era imposible: la gente se agolpaba de tal modo, que el retrato no podía pasar. Al fin, tras largos esfuerzos, el retrato pasó por el Arco. Detrás seguía con la mayor confusión la gran masa de gente. La multitud que llenaba la plaza se había parado y esperaba. El retrato y sus corifeos desembocaron en la calle Mayor; pero al llegar allí, una sorpresa sin igual detuvo la procesión. Dos filas de soldados formaban en las Platerías llegando más allá de la plazuela de la Villa. Las picas de un escuadrón de lanceros brillaban a lo lejos, y delante de esta tropa estaba el Capitán General de Madrid, a caballo, esperando con grande aplomo y entereza. Este hombre avanzó seguido de dos o tres, y señalando con el sable, intimó la orden de retirada a los del retrato. Hubo una rápida consulta de miradas entre estos. Una autoridad civil se acercó también, y con los mejores ademanes dijo que se fuera cada cual a su casa y renunciaran a aquella manifestación, porque el Gobierno estaba resuelto a que no dieran un paso más. El aspecto de la tropa impresionó vivamente a los del retrato; además, estos contaban con la ayuda del regimiento de Sagunto y el regimiento de Sagunto estaba encerrado y perfectamente custodiado en su cuartel.
Trataron, sin embargo, de pasar adelante, y dijeron que aquella manifestación era puramente moral; que no trataban de producir ningún trastorno, ni era agresiva su actitud, ni tenían más objeto que tributar un homenaje de admiración al héroe que había dado la libertad a su patria.
«¡Cada uno a su casa! Atrás el retrato», dijo resueltamente Morillo.
La defensa era imposible. La procesión no tenía armas. La supuesta debilidad del Gobierno se había trocado en inquebrantable firmeza. Algunos empezaron a desertar, desfilando por la calle de Milaneses y la plazuela de San Miguel. El retrato descansaba en tierra y se movía adelante y atrás, poco seguro en manos de sus portadores. Estos hablaron: pero todo fue inútil: la gente empezó a retroceder, algunos a gritar, y hubo también quien quiso oponer resistencia a la tropa.
Entre tanto el gentío que ocupaba la plaza permanecía inmóvil. ¿Quién era aquel que entre tanta gente se elevaba y, agitando las manos, profería voces que la muchedumbre aplaudía? El orador hablaba bien, sin duda: grandes aclamaciones acogían sus palabras; pero los continuos empellones, los gritos de los pisoteados y estrujados no permitían a aquel expresarse con desahogo. Algunos pedían silencio; pero el silencio en toda la plaza era imposible. A lo mejor, los que en el arco discutían con la autoridad, retrocedieron al ver que la tropa resistía. La confusión entonces llegó a su término. El orador continuó su filípica; pero la continuó excitando al pueblo a que no cediera su empeño de verificar la manifestación. Estaba lívido, anhelante, y cada palabra suya era como un latigazo que estimulaba a la muchedumbre a seguir adelante.
En tanto las tropas avanzaban despejando la plaza; y algunos eran tan osados, que delante de los caballos oponían resistencia y vociferaban apostrofando a Morillo y a su gente.
«¡A esos que gritan!» dijo el que mandaba el piquete.
Arremolinose el gentío. Muchos corrieron a escape. Otros dieron vueltas, arrastrados por la oleada, o permanecieron turbados sin saber qué partido tomar. Lázaro calló.
«¿Quién gritaba? -dijo el capitán-. A los que gritan. Prended a los que gritan».
Lázaro quiso huir; pero el brazo vigoroso de un soldado le detuvo fuertemente.
«Prended a los que gritan. Este es el predicador. ¡A ese!».
Lázaro pasó de una mano fuerte a otra fuertísima. Apenas se daba cuenta de que le habían prendido. Creyó que le soltarían en seguida, e intentó desasirse, aunque inútilmente.
«¡Atrás, atrás! ¡Fuera de la plaza!» continuaba el capitán.
Y era bien obedecido, porque el gentío se desbandaba a toda prisa. La procesión fracasó. El retrato quedó hecho trizas en medio de la plaza; la tropa tomó todas las entradas.
¿Qué fue de Lázaro? Un cuarto de hora después entraba, honrosamente custodiado, por las puertas de la cárcel de Villa, y era introducido, también honrosamente en un tristísimo, obscuro y sucio calabozo.