Pedirnos perdón y limpiar el barro
Respetemos el derecho a indignarse en quienes tienen motivos para ello. Pero los demás pongamos nuestra energía en hacernos eco de esa indignación para sanarla y no agravarla
Hay momentos en los que una sociedad debe pedirse perdón a sí misma y hacer catarsis para limpiar el barro que tiene dentro y que ha acumulado con el tiempo. Nadie sabe cuál será el número final de víctimas que arrojará el balance definitivo de la dana, pero, más allá de la cifra que sea, el sacrificio de los fallecidos nos exige poner fin a la situación de reproches que vivimos y que refleja la España que estamos haciendo entre todos. El terrible desastre que se produjo el pasado 29 de octubre no es la consecuencia aislada de una mala gestión, sino el desenlace de muchos factores acumulados y patentizados por las riadas levantinas. Por eso, es lógico el malestar colectivo y, también, que se canalice espontáneamente sobre la política, tal y como vimos por desgracia el pasado domingo. Lo que no es disculpable es que se traduzca en violencia porque esta nunca se justifica, ya que deslegitima a quien la ejerce. También si son víctimas y sienten que les falta ayuda o sufren la desidia de estar expuestos sin apoyo suficiente a la fatalidad que todos conocemos.
Hemos tenido suerte de que el malestar estallara sobre el pararrayos de la Corona. El crédito que acompaña a nuestros reyes resistió el impacto a pesar de las vicisitudes por las que atraviesa la institución. Sin embargo, no lo hizo el Gobierno de España a través de su presidente, ni mucho menos la Generalitat valenciana a través del suyo. Ambos evidenciaron adónde nos conduce la torpeza simplificadora de la polarización a la que arrastran los frentismos, así como una agenda volcada sobre cuestiones que solo tienen relevancia para el tacticismo inmediato de la política con minúsculas. Pero lejos de ver esto como un reproche, veámoslo como una oportunidad para que la política democrática rectifique antes de que sea demasiado tarde y vuelva a tener mayúsculas.
Lo recordaba Felipe VI en la zona cero del desastre. Nos dijo lo que olvidamos a menudo viendo a nuestros políticos: que somos una democracia en un mundo donde hay cada vez menos. Eso exige que la cuidemos. Que estemos a la altura virtuosa de lo que significa. No solo en los que la sirven con el desempeño de un cargo institucional, sino en todos los que creemos en ella. Sobre todo, en situaciones de crisis nacional como la que vivimos, pues, entonces, es más fácil debilitarla como difícil fortalecerla. Además, en una sociedad hiperconectada todas las acciones tienen repercusión sobre la salud de nuestra democracia, algo que debería tentarnos las ropas dialécticas cuando hablamos o escribimos generando un impacto social con nuestras afirmaciones.
Respetemos el derecho a indignarse en quienes tienen motivos sobrados para ello. Pero los demás pongamos nuestra acción en cómo hacernos eco de ella para sanarla y no agravarla. Pensemos colectivamente en lo sucedido, porque es una advertencia. Démonos cuenta de que la catástrofe ha tenido lugar al otro lado del cauce del Turia que protegió del caos a Valencia, la tercera ciudad de España. Una catástrofe que ha acontecido en el corazón de uno de los polos de prosperidad de un país del Primer Mundo, con infraestructuras y niveles de bienestar excepcionales a nivel global. Por eso, decir que el desastre es el resultado en exclusiva de errores con nombres y apellidos supone simplificar las cosas y olvidar que la incompetencia y la desidia de quienes tenían que coordinarse en la gestión no vino sola. Lo hizo junto a otras causas de fondo más complejas que nos interpelan críticamente a todos. Tienen que ver con nuestras mentalidades, hábitos de vida urbana, consumo, movilidad y trabajo, así como con la manera de gestionar y planificar nuestros estándares colectivos e individuales de bienestar y convivencia en comunidad.
Aprovechemos la luctuosa oportunidad para transformar las emociones de ira e impotencia en sentimientos de empatía y fraternidad colectiva. Lo sucedido el 29 de octubre es más devastador que el 11-M. Entre otros motivos, porque no hay un terrorismo organizado detrás de errores de gestión. Pensemos en ello, porque los retos del siglo XXI exigen una sociedad unida como comunidad. Solo desde ella puede organizarse institucionalmente la solidaridad y canalizarse la cooperación, imprescindible para gestionar de forma viable los problemas a los que nos expone la globalización.
Necesitamos perdonarnos los unos a los otros por las culpas de no escuchar las alertas del cambio climático, del aprovechamiento especulativo del suelo sin seguridades técnicas, de la polarización frentista o de la hegemonía del populismo en las redes. Todos somos responsables de su toxicidad. Limpiemos el barro y pidámonos perdón, algo que deberían abordar primero los que gobiernan y los que aspiran a hacerlo si queremos darnos una oportunidad como sociedad democrática.
Mejorémosla y abracemos lo que decía Hannah Arendt cuando insistía en Vita activa que, sin perdón, lo hecho es irrevocable, y el presente estará dominado por el pasado. Perdón o prisioneros de nuestros errores, pues el futuro estará cerrado como posibilidad y el presente dominado por los miedos e inseguridades de un futuro sin esperanza.
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