Una España amenazada
Cuidado, lo verde puede ser el salvoconducto que permita que continúe la demolición del paisaje y la belleza popular de nuestro país
Nos adentramos en la aldea, Sesga, a la caída de la tarde. Son los últimos días de este verano ardiente en el que en mitad del bosque puede disfrutarse del frescor nocturno. Regresamos después de dos años para comprobar si las huellas de la literatura siguen ahí, si nadie ha incorporado algún mostrenco a este armonioso conjunto de casas. Por sorpresa, como surgen los personajes de los cuentos, aquí está Margarita, alegre por vernos: llegó a sus oídos que la niña a la que cuidó cuando ella era chavala había escrito una novela situada en la misma calle donde está su casa. Casi sin darnos cuenta, nos seduce para entrar en el refugio que dejó atrás a los 17 años para irse a Tarragona con mis padres. Qué difícil es contar la España vacía o vaciada: el término, popularizado, convierte lugares tan dispares en una masa homogénea, sin los nombres propios y las historias extraordinarias de emigración y regreso que los distinguen. Aquí, en este peculiarísimo Rincón de Ademuz, hay una mezcla sutil entre lo festero valenciano y la cordialidad aragonesa. Nos adentramos en la casa de piedra y enseguida nos atrapa un interior que nuestra anfitriona ha mejorado preservando la esencia: suelos combados, dinteles bajos ante los que hay que agacharse (bueno, yo no), ventanucos por donde entra un haz de luz amarilla que ilumina los cuartos interiores, dormitorios como cuevas para protegerse de la intemperie, del frío, el calor o el desconsuelo; toda la memoria materna en una alacena incrustada en la pared, en la colección de pucheros que adornan la cocina. Valiéndose del albañil del pueblo y de una notable sensibilidad, esta mujer ha acondicionado la casa dejando que respiren en ella las voces de quienes vivieron antes.
Recuerdo las palabras, todas subrayables, del periodista Andrés Rubio en su libro España fea, de obligada lectura para quienes quieran seguir el rastro de ese germen codicioso que ha ido provocando la demolición del paisaje y la belleza popular en nuestro país, algo que comienza en los sesenta y continúa en democracia con el descontrol de las cesiones del suelo a cualquiera que entendiera el progreso a base de destruir la delicadeza de lo local. Tal vez creyeran políticos, arquitectos y constructores que había habido una amnesia colectiva que borraba los lazos con el pasado, pero según Rubio: “El Geist (el espíritu) sigue conectando por diversas vías a gran parte de los españoles al campo, a la agricultura y al modo de vida rural como parte del plano inteligible y más emocionalmente estable y valioso de su realidad, un mundo de los afectos que se amplifica día a día con el auge del movimiento verde”.
Aquí llega, efectivamente, el movimiento verde, adjetivo que se ha transformado en sustantivo gracias a las grandes posibilidades de negocio que ofrece. Pero cuidado, lo verde puede ser el salvoconducto que permita que la demolición continúe. Si seguimos subiendo por el mapa, trazando el mismo camino que atravesaron los emigrantes aragoneses en los sesenta para llegar a la Cataluña industrial, nos encontramos con el Matarraña y el Maestrazgo, zonas asombrosas donde uno de los entornos naturales más valiosos de España convive con pueblos de belleza única. Allí y no en otro sitio se ha aprobado la implantación de 20 parques eólicos, lo que supondría talar en torno a dos millones de árboles adultos. La deforestación prevista puede equivaler a 200 campos de fútbol. El impacto sobre la naturaleza y la cultura popular sería catastrófico y los vecinos lo advierten y pelearán contra esa apresurada aprobación en Consejo de Ministros que da vía libre al proyecto. Suele decirse que no hay catalán sin un abuelo aragonés. Ay, de cuánto serviría que además de debatir sobre el ser o no ser atendiéramos todos a esta cuestión urgente. Pioneros en lo verde sí, pero no a cualquier coste. Esto sí que pone a España en peligro.
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