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Estar sin Estar
Columna
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Espíritu del estante

El espíritu del estante estriba en la tertulia improvisada con la lectora que pasea las yemas de sus dedos por los lomos de libros que ya leyó

Estar sin estar
Jorge F. Hernández

El espíritu del estante no está en el pretencioso TikTok del librero convertido en influencer o en el despropósito de anteponer a la conversación la intimidante insistencia de la venta obligatoria; el espíritu del estante no está en la simulada erudición del buen rollito o del sesgo que excluye o censura títulos y autores con solo fardar preferencias. El espíritu o ánimo de los estantes no está en el forzado cónclave de adeptos o trepadores que no compran libros porque quizá no necesitan ni leerlos, ni en el despropósito de los grandes almacenes donde el que atiende el mostrador no tiene idea de quién fue Franz Kafka o que el título El invierno en Lisboa no corresponde a una guía turística para fiestas decembrinas en Portugal.

El espíritu del estante estriba en la tertulia improvisada con la lectora que pasea las yemas de sus dedos por los lomos de libros que ya leyó y aprovecha el olor entrañable de los libreros para compartir su memoria en párrafos, y está también anidado en el lector voraz que entra un día sí y otro también para ir leyendo con religiosa devoción las obras completas de autores traducidos con el alma: su alma. El espíritu del estante huele a madera de barco antiguo y a la brea de las encuadernaciones que mantienen una cercana amabilidad a la vista y el tacto del desconocido par de retinas que ha de completar el milagro de su literatura; es un espíritu que se transpira en la sección de relatos breves o cuentos cortos con la electricidad intacta de un descubrimiento y el solaz de volver al puerto sereno de la infancia al filo de un sueño intranquilo.

El espíritu del estante alinea como soldaditos de plomo a todas las novelas que se forman en alfabética espera de abrir sus velas como pañuelos que despiden a un amor entre la neblina de un andén o como las caras sin rostro de miles de personas que gritan al ver zarpar un barco trasatlántico que ha de enfrentarse al filo asesino de un iceberg en la página 107. Hablo de las tipografías en facsímiles y en los diseños modernos con computadora o tableta policromada que representan un viejo título como si lo acabase de firmar Rosalía en tecnocumbia o esa balada al piano de Sen Senra que parece una novela por entregas que han reeditado en un formato plástico de tapas ocres.

El espíritu del estante es un instante. El momento callado en que con solo compartir un leve comentario de un libro al azar se evapora la imagen intacta de una mujer que camina con el pelo suelto para recrear una noche entera en sus cabellos. El espíritu es el instante en que una niña abandona el refugio de su carriola para dar sólidos pasitos hacia la primera página de Caperucita Roja y al final decide llevarse Ricitos de Oro, ante el asombro de los adultos que interrumpen un párrafo largo de crónica ancestral para aplaudir en silencio la sonrisa ancha y ya longeva de una lectora que apenas empieza su andar por el sendero de ladrillos amarillos donde toda la música del mundo se alinea y condensa en el inmenso bosque inmarcesible de los estantes de madera vieja que se yerguen solemnes en la oscuridad, cuando cierra sus rejas la librería más vieja de Madrid, que apenas ha cumplido su primer año de vida en el marasmo mareante de todas las sílabas y secciones, todas las letras y letrados, todos los lomos y laderas de un paisaje en prensa para que la mirada confundida se concentre en la contemplación de dos lectores al filo de un estante semipoblado por ejemplares multicolores.

Una es una mujer que en realidad no existe, cuyas gafas fueron graduadas a principios del siglo pasado en una óptica de Praga mucho antes de que sus ojos contemplasen la gran guerra que habría de sembrar de fantasmas a la Europa entera y el Otro, es nada menos que un autor que permanece anónimo, aunque deambula al filo de ser editado y leído por miles y miles de nuevas generaciones que han de congelar su corbata morada y su blazer azul cielo en el escaparate de la inmortalidad. Ambos se han acodado al filo del estante con el espíritu compartido de leerse en intimidad y releer la secreta historia que los une, la que empieza con una mirada en la página 7 y se prolonga hasta el capítulo XXXII con lentas descripciones de sus facciones ahora invisibles. Se miran… se leen para mirarse y juegan a la óptica calidoscópica de los labios que se reúnen para separarse en risas y hablan todo el tiempo posible de sus páginas e intercambian párrafos de los volúmenes que cada uno de ellos lleva en las manos. Son personajes impalpables de novela y cuento largo, nouvelle y poema que mañana mismo han de ser digeridos por una intacta lectura que estrena inadvertidamente el próximo lector o la próxima musa que se ve reflejada en casi todas las tintas… para que el milagro que llamamos LEER abone y fertilice mucho más allá de la contabilidad, las finanzas y las estadísticas el verdadero espíritu del estante.

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