Mansiones sumergibles de hasta 40 millones de euros: así podría ser el próximo destino turístico de los multimillonarios
Este proyecto liderado por James Cameron para promover el turismo en el fondo del mar va más allá de la extravagancia para ricos y apuesta por la exploración y conservación de los océanos
A Ray Dalio lo han comparado en alguna ocasión con el capitán Nemo. Nemo (nadie, en latín), inolvidable personaje de las novelas de Julio Verne 20.000 leguas de viaje submarino y La isla misteriosa, era un príncipe e ingeniero hindú que surcaba los mares al mando del Nautilus, un submarino descrito por Verne como “una obra maestra repleta de obras maestras”. A Nemo lo han interpretado en el cine James Mason y Michael Caine. Coleccionista de corales, perlas y pintura renacentista, el capitán era un hombre refinado, pero también un forajido, un rebelde antisistema. Un justiciero de los mares que rescataba náufragos y protegía a los esforzados habitantes de los atolones del Pacífico, pero no dudaba en hundir embarcaciones ajenas sin el menor escrúpulo.
Por supuesto, las semejanzas entre Dalio y Nemo son puramente circunstanciales. Dalio no es hindú, sino neoyorquino, del distrito de Queens, el mismo en que creció Donald Trump. No es aristócrata ni científico, sino uno de los gestores de fondos de inversión de mayor éxito, fundador en 1975 de Bridgewater, hoy Bridgewater Associates, rutilante multinacional del capital riesgo.
Eso sí, tanto Nemo como Dalio son inmensamente ricos, pero enemigos de la ostentación. Los dos se sienten filántropos. Y a los dos les entusiasma el submarinismo. Es más, Dalio, en una frase que podría haber suscrito Nemo, oceanógrafo vocacional y precursor del comandante Jacques Cousteau, considera que organizar vuelos turísticos a la Luna o a Marte, como pretende Elon Musk, es “un proyecto insensato y sin apenas interés”. Adonde vale la pena viajar es al fondo del mar: “Es allí donde nos esperan las auténticas maravillas y los verdaderos alienígenas”.
La incipiente industria del yate sumergible
Desde el pasado mes de diciembre, Dalio se ha convertido en uno de los principales impulsores del submarinismo recreativo de lujo. Sus nautilus particulares son los que integran la flota de Patrick Lahey, fundador y consejero delegado de Triton, el mayor fabricante mundial de sumergibles civiles. Lahey buscaba un socio inversor que le ayudase a vender submarinos y a seguir organizando cruceros de lujo a lugares tan insólitos como la fosa de las Marianas. Ha encontrado dos: Dalio y el cineasta James Cameron.
A Cameron, el hombre que se hizo inmensamente rico gracias a pelotazos inmisericordes como Avatar (2009), Titanic (1997) o Terminator (1984), le motiva sobre todo el aspecto científico de esta nueva aventura empresarial. En su opinión, el desarrollo de flotas privadas de submarinos de lujos nos permitirá “conocer mucho mejor ese 80% de las profundidades de los océanos que permanece inexplorado”.
Las naves de Triton están dotadas de avanzadísimos sistemas de imágenes procesadas por inteligencia artificial, de manera que todo lo que capten pasará a integrarse en el archivo audiovisual del género humano. En una breve entrevista con The Financial Times, Dalio ha defendido el proyecto estos días con argumentos bastante más mundanos: “Las travesías en yate están muy bien, pero imaginen por un momento que su yate pudiese sumergirse y llevarle de excursión bajo las aguas”. En ese caso, una alternativa de ocio más bien trivial se transformaría en una auténtica aventura.
Se mira pero no se toca
No hablamos de una aventura al alcance de cualquier bolsillo. Los sumergibles de Triton cuestan un mínimo de 2,5 millones de euros, más de 40 si nos acercamos a la gama más alta. Los modelos básicos se sumergen apenas unos cientos de metros y tienen capacidad para un máximo de diez personas. Los más caros son mansiones sumergibles que pueden albergar a 66 huéspedes. Y los más sofisticados pueden descender 11.000 metros, hasta el fondo de la sima más profunda del planeta, la citada fosa de las Marianas, en el Pacífico occidental.
La web de Triton describe las embarcaciones como obras de ingeniería “superlativa” pensadas para “profesionales exigentes e individuos con criterio”. Están construidas “con los mejores materiales” y dotadas de “visibilidad excelente” gracias a sus paneles acrílicos “ópticamente perfectos”, que garantizan “una relación directa e íntima con las profundidades del mar”.
Francesca Webster, redactora de la revista Super Yacht Times, describe la operación como “un negocio redondo” en el que van a implicarse también “colaboradores de élite” como el diseñador de yates Espen Oino, que ha creado para ellos un prototipo futurista bautizado como Hercules Project. Webster no oculta que se trata de una iniciativa orientada “a los superricos”. Pero insiste en que no se basa solo en ofrecerles “un carísimo juguete nuevo al que dedicar sus ratos de ocio”, sino que también pretende, con absoluta sinceridad, “implicarlos en la exploración y conservación de los océanos”.
En el fondo del mar hay un pulpo colorado
Desde luego, ninguno de los implicados en esta operación es un advenedizo. A James Cameron siempre le han fascinado los océanos, y allí está Abyss (1989), clásico de la ciencia ficción contemporánea, para demostrarlo. En aquella película que se desarrollaba a bordo de un submarino nuclear estadunidense que encontraba un objeto no identificado en la fosa de las Caimán, se afirmaba ya que vivimos asomados a una constelación de planetas desconocidos: el fondo de nuestros océanos. Y que explorarlo es el destino inmediato del género humano.
El 26 de marzo de 2012, Cameron demostró que se toma sus pasiones muy en serio y que, además, se puede permitir casi cualquier capricho. Ese día, el cineasta plutócrata y aventurero descendió en solitario unos 10.908 metros, metro arriba, metro abajo, a bordo de su sumergible Deepsea Challenger, alcanzando así el punto más profundo del planeta. Fue el segundo en perpetrar semejante hazaña tras los oceanógrafos Jacques Picard y John Walsh, tripulantes del batiscafo Trieste, que lo hicieron en 1960.
En una conferencia en la sede de la Unión Geofísica de San Francisco, Cameron explicaba poco después que había aprovechado su excursión hercúlea para explorar, por ejemplo, la hasta entonces desconocida fosa de Nueva Bretaña e identificar nuevas especies de gusano marino y anémonas de mar. Eso sí, el prototipo con el que descendió a los abismos no tenía nada que ver con los teatros sumergibles que promete ahora Triton. Su cabina era una esfera de poco más de un metro cúbico en la que Cameron pasó nueve horas francamente claustrofóbicas: “Tuve que hacer yoga seis meses para adquirir la elasticidad que me permitiese encajar allí dentro”.
Buscar petróleo
Dalio puede presumir también de muy sólidas credenciales submarinas. En 2016, cuando acumulaba ya una fortuna personal de más de 20.000 millones de euros, el magnate se compró un viejo perforador petrolero que estaba de oferta y lo convirtió en un centro itinerante de exploración e investigación científica, el OceanXplorer. Del tamaño de un estadio de fútbol y dotada de ingeniería puntera, la flamante estación marítima de nuevo cuño se convirtió en germen de una empresa, OceanX, que Dalio administra en compañía del menor de sus cuatro hijos, Mark.
En sus memorias, Principios: Vida y obra, el magnate se refiere a OceanX como la joya de la corona de sus contribuciones filantrópicas: “Una empresa que genera conocimiento y lo comparte con el mundo”. También en ese libro, Dalio avanzaba la idea de que “la exploración de los océanos es mucho más urgente, emocionante y necesaria que la conquista espacial”. En 2018, Mark convenció a James Cameron de que invirtiese en la empresa, y de ahí nació el sólido consorcio entre los Dalio y el director de cine que hoy ha dado el paso de apostar también por un fabricante de submarinos.
En cuanto a Patrick Lahey, el padre del invento, se trata de un ingeniero y empresario que lleva buceando desde 1975. Asegura haber contribuido al diseño de más de 50 sumergibles tripulados. En 2007, Lahey y su socio Steve Jones fundaron Triton Submarines, una empresa por entonces insólita cuyo principal modelo de negocio siempre consistió en venderle sumergibles a los propietarios de yates. La compañía recibió un espaldarazo en 2015, cuando el científico y documentalista británico David Attenborough alquiló uno de sus aparatos para el rodaje de la segunda temporada de su serie de televisión Planeta azul, en la que exploraba la Gran Barrera de Coral australiana.
La sombra de Monturiol
Un años después, Triton, convertida ya en un negocio boyante con sede en Florida, capaz de fabricar cada año cinco submarinos y facturar más de 50 millones de euros, se instaló muy cerca de Barcelona, en la localidad de Sant Cugat, para trabajar en un proyecto inspirado en el trabajo de Narcís Monturiol, gran pionero de la navegación bajo las aguas. En Sant Cugat ha trabajado desde entonces, en estrecha cooperación con el Barcelona Clúster Nàutic y la Universitat Politècnica de Catalunya, para crear prototipos cada vez más adaptados a las condiciones de temperatura y presión que se registran en los puntos más profundos del océano.
Su gran ambición a medio plazo consiste en explorar el océano Ártico. Hoy celebra la creciente popularidad de la exploración y el turismo submarinos y se ríe, sin acritud, de los que tildaban, no hace mucho, su proyecto empresarial de “inconsistente o ridículo”. Dalio, Cameron y Lahey se sienten herederos del espíritu del comandante Cousteau y del empuje visionario de Julio Verne. No van a embestir barcos de guerra con los espolones de sus naves, como el capitán Nemo, pero comparten con el aristócrata de los mares la sed de conocimiento y aventura unida al pragmatismo empresarial.
Dalio lo resume en una de sus frases motivacionales: “Los yates ya no son simples sinónimos de ostentación, hay que pensar en ellos como embarcaciones que pueden llevarnos a lugares insólitos y proporcionarnos grandes experiencias”. ¿Y qué mejor que un yate submarino capaz de llevarnos al cielo de las profundidades? Aunque cueste 40 millones de euros.
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