The Weeknd debuta en España con mucha virguería tecnológica y poca chicha musical
El autor de ‘Blinding lights’ reúne a 55.000 almas en el Metropolitano con una propuesta muy bailable, algo reiterativa y de estética más bien confusa
¿Quién se conforma con un concierto cuando puede asistir a una ceremonia, incluso a todo un ritual con oficiantes rigurosamente uniformados para la ocasión? Abel Tesfaye, el hombre enmascarado bajo el epígrafe de The Weeknd, domina desde hace una década las pistas de baile de medio mundo y se le da francamente bien. Pero en su arrolladora nueva gira, que este martes le consagraba en Madrid ante unos 55.000 espectadores, no se conforma con dislocarnos las caderas. Ahora quiere también trasladarnos un mensaje, quién sabe también si alguna buena nueva. El único problema es que las casi dos horas de espectáculo no permiten vislumbrar exactamente cuál, de modo que la parafernalia se convierte en un barullo de estímulos dispares y de difícil catalogación.
Empecemos por constatar una vez más que el estadio Metropolitano puede resultar un lugar fantástico para los dibujos tácticos del Cholo Simeone, pero constituye una tortura para el ejercicio de la música en vivo. Una gira tan apoteósica y grandilocuente como esta After Hours Till Dawn, con un despliegue tecnológico y pirotécnico propio de eventos con ambición de hacerse hueco en la historia, queda dramáticamente opacada por esa mole de hormigón que convierte sus treinta y tantas canciones en un indescifrable amasijo sonoro de reverberaciones y cacofonías. El cerebro acaba acostumbrándose, o resignándose, a medida que transcurre la noche, pero esto no es lo que se merece un evento que llegaba de congregar, este mismo mes, a 160.000 almas en dos veladas consecutivas en el London Stadium.
Una escenografía abigarrada
Barruntamos que allí la cosa, además de inédita en sus dimensiones, sería más disfrutable. Aquí, en cambio, era incluso difícil descifrar los discursos de Tesfaye cuando ejercía de chico majo –que lo parece– y parloteaba entre canciones. La escenografía de After Hours… reproduce una abigarrada ciudad de rascacielos y se prolonga con una gran pasarela, casi hasta el extremo opuesto del estadio, por la que Abel pasea medio concierto y su séquito desfila de tanto en cuanto. Y aquí comienzan las complejidades, o perplejidades, conceptuales. The Weeknd dispone a dos docenas de seres humanos enfundados en túnicas blancas y que caminan con paso parsimonioso, sin que sepamos bien si son sacerdotes de algún nuevo credo monoteísta, pobres almas en pena o una versión nívea y canadiense de la santa compaña. A veces la coreografía se vuelve más agitada y seductora, como en After Hours, pero estos errantes sin rostro inspiran por lo general más desasosiego que admiración.
A todo ello hemos de sumar un gigantesco globo lunar al final de la pasarela (ese que, según algunos tuiteros, queda monísimo, pero entorpece la visión) y una escultura plateada y en escorzo, en el centro, que Fritz Lang no habría dudado en colar en plano para Metrópolis. La sensación es de un futurismo inquietante y poco halagüeño, o, por abrazar un término de implantación súbita e incomprensible, distópico. Pero lo divertido del caso es que la música que despliega The Weeknd es afable, sentimental y hasta ligeramente retro, un rhythm and blues impecable pero más anclado en los años ochenta que en las tendencias urbanas de nuevo cuño.
El de Toronto, norteamericano de sangre etíope, compone en la estela de Michael Jackson o Prince cuando anda con el día fino, y hasta tira de falsete con una asiduidad a veces redundante. Pero si la sesión de escritura no es tan propicia, también puede recordar a Rockwell, Ray Parker Jr. o demás ídolos efímeros ochenteros que hoy se agolpan a precios irrisorios en las cubetas de las tiendas de discos de segunda mano.
Ingredientes de la distopía
Lo de la robótica, la posmodernidad y la distopía incluye otros ingredientes icónicos, como esas pulseritas para el público que se encienden por control remoto en determinados momentazos (cuando Chris Martin nos lo hizo por vez primera con Coldplay, mayo de 2012 en el Calderón, nos quedamos loquísimos; ahora ya no somos tan impresionables). Añádanle que el pobre Abel va ataviado con máscara durante los 55 minutos iniciales del espectáculo, una exigencia de guion que más parece castigo autoinfligido en lo más salvaje de una ola de calor. Todos terminamos angustiados ante la posibilidad de que al pobre muchacho le diera un yuyu. Pero qué va: The Weeknd no es ni un apocalíptico ni un cínico, sino en último extremo un creador de estribillos apoteósicos que, desde Take My Breath a Save Your Tears o la fantástica Less Than Zero, invitaban más a pensar en ABBA que, ejem, en Marilyn Manson.
En ese mismo espíritu se engloba la inevitable y ya inmortal Blinding Lights, en la que desemboca todo el repertorio (a falta solo de los bises) y sobre cuyo parecido con Maniac, aquel one hit wonder de Michael Sembello para la banda sonora de Flashdance, aún no se ha hablado lo suficiente.
Fueron a la postre 34 canciones comprimidas y abreviadas en 115 abigarrados minutos, como todas y cada una de las noches de un espectáculo medidísimo y calculadísimo. Hubo, también como siempre, tres momentos consagrados a un descomunal despliegue de llamaradas, que tal día como este no servían tanto de reclamo visual como de penitencia añadida al maldito cambio climático, y quién sabe si hasta de metáfora anticipada ante una eventual calamidad electoral. Y quedó la promesa enfática, por parte del protagonista, de que esta primerísima visita española (mañana visita el Olímpic de Barcelona) no será ni de lejos la última. Ahora solo queda confiar en que la próxima vez, además de luces cegadoras, podamos disfrutar de un sonido medio decente y hasta de un desarrollo menos guionizado y predecible.
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.