Jueves, 13 de agosto de 2015 | Hoy
CINE › EL CLAN, PELíCULA DE PABLO TRAPERO SOBRE LA FAMILIA PUCCIO
El nuevo film del director de Carancho carece de la intensidad que el caso narrado sugiere. Guillermo Francella compone a Arquímedes Puccio como un monstruo gélido y perturbador, en tanto el resto del elenco oscila entre la tibieza y la opacidad.
Por Horacio Bernades
El caso es bien conocido y en las últimas semanas la inminencia del estreno de El clan –una de las novedades argentinas del año que generó más expectativas– permitió refrescarlo largamente. Entre julio de 1982 y agosto de 1985, los Puccio, una familia de San Isidro, mantuvieron secuestradas en su casa a cuatro personas, cobrando rescate por las tres primeras. En tiempos de dictadura, se presume que el pater familias, Arquímedes –contador, ex peronista de derecha, ex miembro del Servicio de Inteligencia de la Fuerza Aérea y ex integrante, según se cree, de la Triple A– debía contar con alguna mano amiga dentro de las fuerzas de seguridad. Un detalle particularmente siniestro es que todos los secuestrados eran conocidos de la familia. Los dos primeros, compañeros de su hijo mayor, Alejandro, jugador de Primera del CASI que además pasó por Los Pumas.
Todo un paradigma de aquello que se mantiene oculto y no se quiere ver, el clan Puccio ofrece mucha miga dramática, política y hasta mítica, apareciendo como encarnación perfecta de lo que Freud entendía por “lo siniestro”, producto de la represión interna en el seno familiar. Domina la escena de El clan, tal como en la realidad, Arquímedes Puccio, a quien Guillermo Francella compone, de acuerdo a las indicaciones del guionista y realizador, como un gélido, perturbador as de la maquinación. Como corresponde, este cerebro del crimen siempre piensa antes que el espectador: cuando en las primeras escenas comienza a tipear un documento que lleva inscripto el logo “Frente de Liberación Nacional”, no se sabe qué está haciendo ni para qué. Con lo cual se pone al espectador en el lugar de los vecinos, que al destaparse el caso reaccionaron con estupor.
Otra vez a cargo del guión en solitario, tras la partida del equipo de coguionistas que lo acompañó en las tres películas previas (Leonera, Carancho y Elefante blanco), en la película que en semanas más participará de la competencia oficial de Venecia Trapero hace uso extensivo de las elipsis. Algunas de ellas dan fluidez al relato, meten al espectador de cabeza en una violencia súbita y lo obligan a completar lo que queda fuera de campo. A Trapero le bastan un par de referencias políticas de la época para que el carácter metonímico de esa familia, representación a escala de la Argentina de la dictadura, se desprenda sin subrayados. En lugar de filmar la escena en que Arquímedes convence a Alejandro de participar de su plan criminal, la opción del realizador de Mundo grúa (ir directamente y sin preaviso a la escena del primer secuestro) cumple de modo inmejorable con todas esas funciones. Sumamente funcional es también la escena en la que Alejandro (el debutante Peter Lanzani, proveniente del estrellato televisivo) atiende la rotisería familiar, sugiriendo una forma de esclavitud que pronto adquirirá visos más siniestros. A su vez se establece en un solo plano la situación económica de los Puccio y su asimetría con lo que podría llamarse “familia CASI”.
Otras elipsis, en cambio, privan de información esencial. Toda la referente al pasado político lejano e inmediato de Arquímedes, sobre todo. Aparece en una reunión de altos mandos de la Fuerza Aérea y uno se pregunta qué hace ahí. Otro tanto sucede cuando se ve, en su estudio, un retrato de Perón. O más cerca del final, cuando va a visitar a la cárcel a Aníbal Gordon. Sólo quienes hayan oído hablar de este último sabrán que era un miembro activo de las Tres A. Aun así no queda claro si Puccio también era miembro o sólo “amigo”. Estas incógnitas sin respuesta hacen flaquear una “pata política” que el film –que empieza con Alfonsín declarando que los tiempos de la represión ilegal ya nunca volverían– se ocupa de señalar.
En términos estrictos de puesta en escena, El clan carece de intensidad. Lo cual resulta particularmente llamativo, teniendo en cuenta los hechos que narra. Por más elipsis que se practiquen, una situación familiar como la del caso, con miembros de la familia participando de una serie de crímenes y otros de su negación, necesariamente debería dejar ver zonas de quiebre, fallas, grietas. Aquí, más allá de unos nervios excesivos en una de las hijas, la súbita toma de conciencia de otra y el estallido final de Alejandro, esos signos de locura no se registran. El tratamiento de los personajes y actuaciones es notoriamente asimétrico, con Francella componiendo un monstruo absoluto (lo cual le resta complejidad dramática) y el resto del elenco oscilando, desde los papeles de más peso hasta los más ocasionales, entre la tibieza, la opacidad y el escaso relieve.
Teniendo en cuenta el dominio del plano, el encuadre y el montaje que Trapero venía mostrando en forma creciente en sus películas previas, llama la atención que también en ese aspecto El clan sea lograda sólo en ocasiones: la escena del primer secuestro o un plano secuencia que liga la cena familiar con la habitación del secuestro. Predomina una funcionalidad amarronada, de a ratos confusa visualmente (la escena del copamiento policial) y a veces crasamente fallida, como ese trabajoso montaje paralelo entre el castigo a una mujer secuestrada y una escena de sexo en un auto, que parece copiar mecánicamente una similar en El bonaerense.
Argentina/España, 2015.
Dirección y guión: Pablo Trapero.
Fotografía: Julián Apezteguía.
Montaje: P. Trapero y A. Carrillo Pienovi.
Música: Sebastián Escofet.
Duración: 110 minutos.
Intérpretes: Guillermo Francella, Peter Lanzani, Lili Popovich, Stefania Koessl, Giselle Motta, Antonia Bengoechea.
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