En películas previas –Un d��a en familia, La hermana menor, Después de la tormenta–, Hirokazu Kore-eda (1962) exaltó el valor de los lazos familiares, con o sin crisis de por medio. Como si la hubiera agarrado una ola, Somos una familia, cuyo título de distribución internacional es Shoplifters (“ladrones de tienda”) da varias vueltas sobre ese canon previo, poniéndolo todo en duda y, a la vez, reafirmándolo todo. Son realmente escasas en la historia del cine las películas cuyo punto de vista sea tan variable, de escena en escena e incluso en la misma escena. Los mismos personajes pueden ser generosos, altruistas, protectores, interesados y hasta asesinos, haciendo que el relato realista, si retrocediera devendría un policial negro de triángulo criminal, al estilo El cartero llama dos veces, y si avanzara sería un relato de iniciación. Hay muchas películas en Somos una familia (¿somos una familia fílmica?), tanto en sentido diacrónico (el que sigue la linealidad cronológica) como sincrónico (el que sigue los tiempos paralelos).
El clan protagónico, los Shibata, son una familia ampliada, que incluye abuela, madre, hermana de ésta, marido e hijo. Todos apretados en un departamentito de tamaño japonés. Anda haciendo falta algún integrante más y ésta aparece una noche, más o menos perdida en medio del frío. Es Yuri, una nena de preescolar, sumamente callada y con marcas en los brazos. Marcas de quemaduras. La atienden, le dan de comer, le preguntan dónde vive, la llevan. Pero desde su casa llegan gritos, por lo cual se la llevan de vuelta a casa. Le preguntan si quiere volver, dice que no y pasa a ser la segunda hija, junto con Shota, que tendrá unos 12 o 13 y tiene la peculiaridad de vivir en un placard, algo que aparentemente no es tan raro allá en las antípodas (ver entrevista).
Los chicos no van a la escuela, pero los adultos trabajan. Osamu, como albañil, su esposa Nobuyo en una fábrica y Aki, hermana de ésta, en un peep show. Todo está naturalizado, no hay escándalo. Aki le comenta a la abuela sobre su empleo, y en el empleo le pregunta a su cliente, con amabilidad de geisha, si le gusta verla “de frente o de atrás”. El cliente hace saber sus deseos y ella inicia una mímica masturbatoria, con la serenidad de quien emprende un ikebana. Nadie le pregunta a Shota si no necesita una luz, y Osamu va con su hijo al super (supermercado japonés, no chino). Se comunican por unas señas rarísimas, Shota hace unos signos que parecen corresponder a una cábala, se chorea alguna pavada y se va lo más pancho con su padre. A diferencia de Feos, sucios y malos, que hacían toda clase de cosas aberrantes, los de Somos una familia cometen transgresiones casi infantiles. De hecho, Osamu parece un niño, con unos ojos de asombro, sonrisa pícara y espíritu lúdico.
Sin embargo, cuando en un ataque de celos Shota le dice a Yuri que no es la hermana, el “padre” interviene para hacerle pedir perdón y no producir un daño emocional a la niña abusada. De modo inverso, la abuela reclama el alquiler, en el que tal vez sea el primero de los vuelcos de campana que la historia va a dar. El departamento es de ella, que arregló con la hija para que se quede allí… a cambio de un dinero mensual. Algunos gestos y silencios hacen sospechar que no todos los parentescos podrían ser reales. Las preguntas van dando paso a otras, en una suerte de barril sin fondo.
¿Qué importa más, los lazos de sangre (los padres de Yuri) o los afectos (Nobuyo y Osamu, en relación con Yuri)? A la inversa, el afecto que la abuela manifiesta con Aki es auténtico? ¿Es propio de malandras confesar ante las autoridades sin guardarse nada? Y si así fuera, ¿quiénes son los honestos, los sinceros, los que dicen la verdad?
Es tal la ambigüedad moral de Somos una familia que por momentos la película desarrolla dos relatos simultáneos, que dan argumentos a cada una de las posiciones posibles frente a los hechos narrados. Sobre el final, cuando el statu quo previo estalla y todo parece disgregarse y reintegrarse, esta condición se agudiza y hay personajes cuyos cambios vitales dan por resultado decisiones resueltamente misteriosas, que pueden causar dolor a terceros, que sin embargo las apoyan gentilmente. En un caso, el dolor es indudable y el futuro, incierto. Seguramente es por ello que Kore-eda cierra con ese personaje, en un clásico final in media res que es toda una pregunta sobre el futuro.