Estrenos: crítica de «Hombre muerto», de Andrés Tambornino y Alejandro Gruz
Con aroma de western esta historia se centra en un hombre marginal que acepta un trabajo para matar a un controvertido empresario del lugar. Con Osvaldo Laport, Diego Velázquez y Daniel Valenzuela.
No transcurre en el siglo XIX pero podría. O por momentos. Planteada como un western, respetando en gran parte la estética de ese tipo de películas, HOMBRE MUERTO sucede en realidad en la década del ’80 en un pequeño pueblo del noroeste argentino. Los datos de ese presente aparecen de a poco –carteles publicitarios, cierta tecnología, etcétera– y generan una fricción interesante, llevando a pensar que quizás hasta en la actualidad uno podría hacer un western en un paraje alejado sin cambiar demasiado las cosas.
Ese planteo estético está reforzado por la tipografía de los créditos, la música, el tipo de planos semidesérticos (la película se filmó en La Rioja) y otros elementos característicos del género. Y, sobre todo, en su eje dramático principal: al pueblo en cuestión llega un hombre que quiere contratar a alguien para que mate a un tercero. Ese «trabajito», típico de relatos de este tipo, tiene algunas particularidades. Al que quieren asesinar es uno que se da por llamar el Ingeniero (Diego Velázquez), un excéntrico personaje que maneja las tierras mientras filosofa o habla de jazz. Y el que se ofrece para liquidarlo es Almeida (Osvaldo Laport), un baqueano que vive un tanto apartado con su pareja y que parece haberse bañado por última vez él sí en el siglo XIX.
Con otros personajes del pueblo metidos en el medio y presionando para participar en la contienda (un comerciante del lugar, el cura y un comisario, interpretados respectivamente por Daniel Valenzuela, Roly Serrano y Sebastián Francini), HOMBRE MUERTO, de Andrés Tambornino (EL DESCANSO) y el habitualmente productor Alejandro Gruz se irá centrando en la tensa relación que se genera entre el perseguidor y el perseguido, quienes terminan haciendo un extraño viaje juntos en el que descubren tener más cosas en común que diferencias. Es un viaje con algunos puntos de contacto con el de LA ARAÑA VAMPIRO, de Gabriel Medina, coguionista del film.
Lo que genera otro tipo de fricción en la película no pasa tanto por el estilo sino por el tono. Por momentos los realizadores apuestan a hacer algunos «pasos de comedia» que no son demasiado logrados y que banalizan un poco la densidad que podría tener la propuesta. Es que otro costado de la trama pasa por una serie de conversaciones de tono un tanto más político que se genera entre las historias que cuenta Almeida y las reflexiones filosóficas del Ingeniero, algo que termina siendo relevante –las metáforas que allí se mencionan terminan teniendo su versión en el presente del relato– a la hora de resolver los conflictos.
En ese sentido HOMBRE MUERTO elige una mirada particular dentro de los tantos temas que existen en el género del western –sintetizando, la relación entre el individuo y la comunidad–, lo que ubica a la película, queriéndolo o no, en medio de una serie de debates que son más contemporáneos que el género y que la época en la que transcurre. Pero si bien ahí hay una línea sobre la que poner en discusión el western y su relación con la realidad, la película por momentos prefiere distraer al espectador con momentos ligeros que intentan hacerla más accesible pero pocas veces lo logran.
Más allá de sus fragilidades y problemas, lo que se nota en HOMBRE MUERTO es un cariño y un conocimiento profundo de las reglas del género –de hecho hasta las fallidas notas cómicas son tradicionales del western clásico–, un elenco que entiende bastante bien el mundo en el que sus personajes habitan y una serie de rubros técnicos –en especial la fotografía de Alejo Maglio, la música de Christian Basso y el montaje del propio Tambornino– que conforman una película que se ve, se siente y se vibra, hasta su última imagen, como una de cowboys.