En Netflix tienen series donde se invierten nueve millones de dólares por episodio y otras que, en cambio, son productos de saldo. Están hechas con cuatro duros para rellenar catálogo y la sed de obras malas que algunos espectadores tienen. A ver, confieso que cuando se acerca la Navidad siento cierto placer al ver las películas temáticas horribles (y ese placer suele durar media cinta porque suelen ser tan malas que ni acaban de entretener) pero no entiendo el sentido de la existencia de The I-Land. Es tan y tan insulsa que probablemente servirá para torturarnos en el infierno cuando hayamos muerto. Y la pondrán en bucle como sucedía en Guantánamo con la pobre Christina Aguilera (que quizás no sea representativa del tedio que supone The I-Land porque ella sí tiene talento y temazos).
The I-Land, para que nos entendamos, es un Perdidos de baratillo. Diez personas despiertan en una isla misteriosa con la misma ropa, cada uno con un utensilio a su lado y sin tener ni idea de quienes son, por qué están allí o qué es la isla. Esta condición de Lost de serie B, además, está muy presente en la dirección de Neil LaBute: comienza con una mirada despertando confusa en una isla, emulando claramente su referente y principal selling-point para que se le dé una oportunidad. Pero no: craso error. No tiene originalidad, es visualmente pobre (de dinero y de ideas) y los personajes despiertan un profundo rechazo desde el comienzo.
Su defecto no es que sean seres deleznables como la familia Roy de Succession (fantástica serie, por cierto) sino que cada interacción suya tiene la profundidad de un charco de lluvia y el carisma de dos cocos. Es una constante pelea por las decisiones que deben tomar a la hora de enfrentarse a los retos de la isla. Por ejemplo, por allí hay una mujer que decide comportarse como una sociópata (y, contra todo pronóstico, se considera una actitud socialmente aceptable), hay un intento de violación (que evidentemente nadie se cree) y una chica que, después de llevar un par de horas allí, no tiene ningún interés en descubrir quién es: prefiere tomar el sol y, cuando se encuentra un libro enterrado en la arena acerca de una isla misteriosa, lo tira porque, total, qué le importa.
Se podría entender esta serie, de hecho, como un purgatorio para estrellas caídas en desgracia. Por la isla se pasea Kate Bosworth, que nunca se recuperó del fracaso en taquilla del Superman Returns (2006), y Alex Pettyfer, una joven promesa que se forjó una imagen de chico difícil de tratar y que ha estado casi desaparecido desde entonces. Y no, los cheques no debían ser irresistibles como para decir que sí a semejante proyecto vacío: con un presupuesto de dos millones por episodio, The I-Land es una producción low-cost para la plataforma de contenidos.
La recomendación, por lo tanto, es mantenerse alejado de esta ciencia ficción tan artificiosa. No existe forma de comprender que Neil LaBute, un director que no fascina pero que tiene experiencia y nunca ha estado en paro (recientemente ha participado en Billions), firmara este proyecto como guionista y director. No hay texto sólido, no hay talento en el elenco, no hay tiempo ni dinero para lucirse en pantalla. ¿Qué hizo mal en esta vida para deber un favor tan poco agradecido como este?