La futura ley de Amnistía, elemento central de los pactos que hicieron posible la investidura de Pedro Sánchez el 16 de noviembre pasado, fue acogida por muchos, si bien con grandes reservas, en la esperanza de que sirviera para orientar el diálogo sobre el futuro de Catalunya en España. Amnistía a cambio de pacificación. Todos sabíamos que el pacto suscrito con los grupos independentistas entrañaba grandes riesgos. Condiciones que algunos considerábamos indispensables
–un compromiso estable por parte de los socios de investidura– no figuraban en el pacto. Pasados unos meses, es momento de preguntarnos si los beneficios esperados se van materializando, y si los riesgos están bien medidos.
Ha habido avances en la pacificación, si por esta entendemos la ausencia de los enfrentamientos callejeros que marcaron los últimos meses del procés. La atmósfera política en Catalunya se ha vuelto más respirable. Para muestra, un botón: un acto recientemente celebrado en Lleida por la Fundación Princesa de Girona, con asistencia de Su Majestad la Reina, congregó a un millar de asistentes. ¿Se imagina el lector un acto semejante en el 2017? Es dudoso, sin embargo, que la promesa de la amnistía haya sido la causa principal de ese enfriamiento. Sea porque unos y otros hemos asistido al fracaso de la intentona independentista, sea solo por cansancio, el hecho es que los ánimos están en calma. La situación actual, sin embargo, tiene más de astenia política que de verdadera paz.
La oferta ha servido, eso sí, para sentar en torno a varias mesas a los firmantes del pacto de investidura; para sustituir el enfrentamiento por el diálogo. Es precisamente en ese diálogo donde se presentan los grandes riesgos. Puede que tras las demandas del independentismo, y por la vía de un recurso sistemático al trato bilateral, se pretenda que Catalunya deje de ser una autonomía como las demás. No hace falta recurrir a la imagen del caballo de Troya para adivinar un final posible. Alguno, con los ojos bien abiertos, da ese final como inevitable. Ese es el gran riesgo.
Pero lo ocurrido en las Cortes el pasado día 30 de enero cambia todo el escenario. Ya sabíamos que no había que contar con la lealtad de cierto independentismo converso. También sabíamos que los objetivos últimos del independentismo no son compatibles con la Constitución. Pero la negativa de Junts a apoyar la propuesta del Gobierno en el momento de la votación fue no una tomadura de pelo, sino un insulto a todo el país. No hablaremos de humillación, porque no humilla quien quiere sino quien puede, y el independentismo no puede; pero muchos hemos sentido vergüenza al ver al Gobierno y a su presidente abandonar el hemiciclo cabizbajos y con la derrota pintada en el rostro.
No hay más salida que reconocer el error de pactar con esos independentistas y correr con las consecuencias
No era solo Pedro Sánchez; era el presidente del Gobierno, de nuestro Gobierno, que había sido burlado por una septena de cínicos desleales que se desdijeron de lo previamente pactado. Por ello, Sánchez no debe tener en cuenta solo sentimientos personales al encarar sus siguientes pasos, sino que ha de pensar también que sobre él recae, en este momento, el prestigio de nuestras instituciones, que sus votantes le han confiado y que tiene el deber de mantener.
No perdamos el tiempo en imaginar cuál puede ser el siguiente episodio de esta triste historia. Los peores pronósticos sobre el comportamiento de los independentistas se han cumplido a la primera ocasión. Por la dignidad del país no debe haber una segunda oportunidad. El presidente Sánchez tomó un camino muy arriesgado al sujetar su investidura a las veleidades del independentismo. Seguramente subestimó la falta de racionalidad de algunos de sus socios, porque no cabe duda de que los grandes perjudicados por una ruptura de negociaciones serán los propios independentistas; quizá estos imaginaron que podían tensar aún más la cuerda. Da igual. Pedro Sánchez no debe consentir que se trate de esa forma al presidente y al Gobierno.
No hay más salida honorable que reconocer el error de pactar con esos independentistas y correr con las consecuencias. Se lo agradecerá el PSOE, que se está jugando el futuro en Catalunya y en el resto de España. Sus votantes se lo agradecerán y recordarán cómo él y sus gobiernos han contribuido a la buena marcha de nuestro país. Lo agradecerán todos los ciudadanos de buena voluntad que confían en el diálogo, la concordia, la dignidad y el respeto.
En definitiva, más allá de su hipotética conveniencia, es importante no perder de vista que la amnistía ni es un derecho de sus posibles beneficiarios, ni es una obligación de la sociedad española, más allá de una generosa voluntad conciliadora. Es un hecho que la actuación de los protagonistas del procés provocó desazón, zozobra y sufrimiento –no, evidentemente, terror– a cientos de miles de personas, en Catalunya y en el resto de España. Igualmente, debilitó la cohesión social y contribuyó a la emergencia de Vox como partido con representación parlamentaria, a partir de las elecciones autonómicas del 2018 en Andalucía (dando al traste con la famosa “excepción ibérica”).
Pese a todo ello, quizá no es posible esperar arrepentimiento y gratitud por parte de los beneficiarios de la amnistía, lo que requeriría un alto nivel de empatía y de grandeza, pero sí cierto reconocimiento, todo el respeto y la humildad de asumir que no representan, en modo alguno, a la sociedad catalana en toda su diversidad.