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Críticas ordenadas por fecha (desc.)
31 de octubre de 2024
1 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cada nuevo curso cinematográfico comienza con un aliciente recurrente en el horizonte: descubrir cuán acertado estuvo el fallo del Jurado del pasado Festival de Cannes al determinar cuál era la Palma de Oro de dicha Sección Oficial. Un premio rodeado siempre de mucha atención mediática y que, salvo honrosas excepciones, sirve para reconocer a su vez la trayectoria de un realizador/realizadora de trayectoria contrastado a lo largo de varias ediciones del certamen, bien sea en la Sección Oficial o, más deseable todavía, descubierto previamente en sus secciones de Un certain regard o la Quincena de realizadores. El consabido relato de apadrinar al creador en su madurez creativa, y vincular a su vez su recorrido a la identidad del evento.
Su paso por San Sebastián refrendó su éxito, y con la temporada de premios asentándose en el horizonte llega a la cartelera Anora, llamada a ser el título de confirmación popular del hasta ahora consistentemente interesante Sean Baker. Un viaje intenso de héroes sin rumbo que recupera muchas de las virtudes del reconocible estilo del de Nueva Jersey que expone nuevas fortalezas con convicción y afecto. No representa la frescura ni la efervescencia estilística de sus obras más conseguidas, pero se trata de uno de los títulos mas sugerentes de este trimestre.
Acompañando en todos los momentos los pasos de la impulsiva y deslumbrante Anora, la joven trabajadora sexual que protagoniza y da título a esta tragicomedia romántica, el filme propone una fábula donde los finales felices se perfilan en el horizonte como meta palpable pero finalmente imposible de alcanzar. El norteamericano continua con su recorrido como cronista de la cara B de Estados Unidos, encontrando cuentos de superación y magia vitalista entre los escombros de la pobreza o la des-estructuración familiar y social. Mosaicos ensalzados por personalidades fuertes y puras en búsqueda de su propio camino, y en rebeldía contra todo aquel que pretenda decirles lo que tienen que hacer.
De nuevo otra mirada a los trabajadores sexuales, en este caso a través de un personaje encarnado por una soberbia Mikey Madison. Una Madison que encierra una supurante herida que se revela con el avance del metraje: su imposibilidad para conciliar su relación con el sexo con el amor genuino. Cuando ambas convergen la decepción masculina siempre acaba llegando, como muestra una sorprendente escena final que invita a la reflexión. El sexo abunda durante la cinta, siempre como un elemento de definición de una mujer que recurre a su cuerpo como armadura y sustento.
El aspecto más disruptivo y dinámico del último trabajo de Baker es su histriónica y acerada manera de mezclar géneros y diseñar las transiciones de uno a otro. Virajes sorpresivos en instantes culmen del metraje que ayudan a desarrollar los conflictos de sus personajes. Tres actos nos ocupan en esta película que, por sus tres definidos tonos, parecieran tres largometrajes compactados en uno. Una película de fiestas adolescentes y euforia romántica, una comedia de facinerosos atropellada y el drama introspectivo de soledad afectiva. El giro es siempre orgánico y coherente, y ayuda a la película a abandonar el estancamiento. Brilla con luz propia este segundo registro, correcalles nocturno con múltiples personajes forzados a colaborar a contrarreloj aderezado de humor físico y gimnasia verbal.
El microcosmos de la película, que se enuncia siempre como un trasfondo espacial sobre el que estos antihéroes y villanos pululan en su red de infortunios, venganzas y cuentas pendientes, queda retratado con riqueza y heterogeneidad cultural, capturando los matices de las identidades étnicas con ironía pero con una precisión poco habitual en el mainstream. Las comunidades rusas en Nueva York, los oligarcas y los secuaces armenios que esconden sus trapos sucios en la iglesia ortodoxa enredan un tramado que ayuda a Anora a madurar en su viaje personal y añade adversidades en su callejón de infortunios. Ambientes oscuros de violencia sistémica que se integran en la película pero sin ser acompañados por la romantización que comúnmente han llevado asociada en sus representaciones cinematográficas.
Anegada en pulsiones, el desarrollo argumental queda diluido por el perjuicio de un metraje dilatado. Sus situaciones se desarrollan mediante tensiones de extenuación caótica que abogan por instantes de estallido pero a su vez permiten la reiteración complaciente en su abanico de registros verbales e interacciones de humor físico o afecto negado. Su ecuador desborda carisma pero se demora en llegar a su clímax a fin de conocer a sus personajes secundarios, y su tercer acto muestra ternura pero sugiere un nuevo punto de vista con el que abordar la obra que finalmente solo queda esbozado.
En su coctelera de entropía, paradójicamente, el control que el relato extiende sobre sus peones impide que ninguno de sus tramos resuene con la fuerza memorable de las grandes secuencias de Red Rocket, o de esos momentos irrepetibles del cine que es capaz de revelar lo real y tocar el núcleo del sentimiento. Sin detenernos tampoco a reconocer que, en su representación amarga de los clasismos, Baker prolonga representaciones estereotípicas de aquellos negados por la sociedad, y en sus excesos también se encuentra una distancia condescendiente.
El texto quedaría mucho más en situaciones comunes de no ser por la habilidad de sus intérpretes, que hasta en los secundarios más antipáticos transmiten la humanidad necesaria para empatizar con las actitudes más reprobables. Brilla por lo tanto gradualmente un Yuriy Borisov circunspecto, rudo y divertido que ya captase la atención de la cinefilia en Compartimento nº 6 y que acaba por hacerse con la película, seduciendo al espectador con su ternura callada.
Desparramada y eufórica, Anora nos induce en una escalada histérica de pasión, desenfreno y madurez mal asumida que confirma el estado de forma de Baker.
Su paso por San Sebastián refrendó su éxito, y con la temporada de premios asentándose en el horizonte llega a la cartelera Anora, llamada a ser el título de confirmación popular del hasta ahora consistentemente interesante Sean Baker. Un viaje intenso de héroes sin rumbo que recupera muchas de las virtudes del reconocible estilo del de Nueva Jersey que expone nuevas fortalezas con convicción y afecto. No representa la frescura ni la efervescencia estilística de sus obras más conseguidas, pero se trata de uno de los títulos mas sugerentes de este trimestre.
Acompañando en todos los momentos los pasos de la impulsiva y deslumbrante Anora, la joven trabajadora sexual que protagoniza y da título a esta tragicomedia romántica, el filme propone una fábula donde los finales felices se perfilan en el horizonte como meta palpable pero finalmente imposible de alcanzar. El norteamericano continua con su recorrido como cronista de la cara B de Estados Unidos, encontrando cuentos de superación y magia vitalista entre los escombros de la pobreza o la des-estructuración familiar y social. Mosaicos ensalzados por personalidades fuertes y puras en búsqueda de su propio camino, y en rebeldía contra todo aquel que pretenda decirles lo que tienen que hacer.
De nuevo otra mirada a los trabajadores sexuales, en este caso a través de un personaje encarnado por una soberbia Mikey Madison. Una Madison que encierra una supurante herida que se revela con el avance del metraje: su imposibilidad para conciliar su relación con el sexo con el amor genuino. Cuando ambas convergen la decepción masculina siempre acaba llegando, como muestra una sorprendente escena final que invita a la reflexión. El sexo abunda durante la cinta, siempre como un elemento de definición de una mujer que recurre a su cuerpo como armadura y sustento.
El aspecto más disruptivo y dinámico del último trabajo de Baker es su histriónica y acerada manera de mezclar géneros y diseñar las transiciones de uno a otro. Virajes sorpresivos en instantes culmen del metraje que ayudan a desarrollar los conflictos de sus personajes. Tres actos nos ocupan en esta película que, por sus tres definidos tonos, parecieran tres largometrajes compactados en uno. Una película de fiestas adolescentes y euforia romántica, una comedia de facinerosos atropellada y el drama introspectivo de soledad afectiva. El giro es siempre orgánico y coherente, y ayuda a la película a abandonar el estancamiento. Brilla con luz propia este segundo registro, correcalles nocturno con múltiples personajes forzados a colaborar a contrarreloj aderezado de humor físico y gimnasia verbal.
El microcosmos de la película, que se enuncia siempre como un trasfondo espacial sobre el que estos antihéroes y villanos pululan en su red de infortunios, venganzas y cuentas pendientes, queda retratado con riqueza y heterogeneidad cultural, capturando los matices de las identidades étnicas con ironía pero con una precisión poco habitual en el mainstream. Las comunidades rusas en Nueva York, los oligarcas y los secuaces armenios que esconden sus trapos sucios en la iglesia ortodoxa enredan un tramado que ayuda a Anora a madurar en su viaje personal y añade adversidades en su callejón de infortunios. Ambientes oscuros de violencia sistémica que se integran en la película pero sin ser acompañados por la romantización que comúnmente han llevado asociada en sus representaciones cinematográficas.
Anegada en pulsiones, el desarrollo argumental queda diluido por el perjuicio de un metraje dilatado. Sus situaciones se desarrollan mediante tensiones de extenuación caótica que abogan por instantes de estallido pero a su vez permiten la reiteración complaciente en su abanico de registros verbales e interacciones de humor físico o afecto negado. Su ecuador desborda carisma pero se demora en llegar a su clímax a fin de conocer a sus personajes secundarios, y su tercer acto muestra ternura pero sugiere un nuevo punto de vista con el que abordar la obra que finalmente solo queda esbozado.
En su coctelera de entropía, paradójicamente, el control que el relato extiende sobre sus peones impide que ninguno de sus tramos resuene con la fuerza memorable de las grandes secuencias de Red Rocket, o de esos momentos irrepetibles del cine que es capaz de revelar lo real y tocar el núcleo del sentimiento. Sin detenernos tampoco a reconocer que, en su representación amarga de los clasismos, Baker prolonga representaciones estereotípicas de aquellos negados por la sociedad, y en sus excesos también se encuentra una distancia condescendiente.
El texto quedaría mucho más en situaciones comunes de no ser por la habilidad de sus intérpretes, que hasta en los secundarios más antipáticos transmiten la humanidad necesaria para empatizar con las actitudes más reprobables. Brilla por lo tanto gradualmente un Yuriy Borisov circunspecto, rudo y divertido que ya captase la atención de la cinefilia en Compartimento nº 6 y que acaba por hacerse con la película, seduciendo al espectador con su ternura callada.
Desparramada y eufórica, Anora nos induce en una escalada histérica de pasión, desenfreno y madurez mal asumida que confirma el estado de forma de Baker.
22 de octubre de 2024
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
No hay ejercicio más anómalo pero también más provechoso que el de zambullirse en las aguas ya cartografiadas de una secuela sin haber visto la primera parte. La falta de referencias puede suponer un claro extravío a la hora de decodificar unas coordenadas formales y textuales que se introducen menos por partir con una complicidad tácita por parte del espectador, pero la mirada virgen nos permitirá evaluar la entrega como una obra en sí misma, libre de la castrante comparativa.
De modo que independientemente de si la propuesta hará o no las delicias de los estrictos conversos, servidor se tomará las siguientes líneas para condensar el marcado interés que esta presenta. Un viaje dilatado en metraje pero profuso en intensidad acústica e imágenes estremecedoras. Ligera en el alcance de su terror pero efectiva tramando el impacto de su visionado. Juguetona combinando el dinamismo de su planificación con un eficaz conflicto psicológico.
El personaje protagonista interpretado por Naomi Scott representa el principal motor vehicular de una narración que logra desarrollar convincentes reflexiones críticas sobre la salud mental en el mundo del espectáculo y la exposición mediática, que deja vulnerable a las estrellas del pop ante la despiadada recepción en redes sociales de fanáticos y críticos. Una figura acompañada de colaboradores, familiares y técnicos que la aúpan para brillar sobre el escenario aún a costa de que sea con sonrisas rotas. Agobiantes ejes de una cadena que propulsan el brillo de una carcasa, acompañando a una joven lacerada por un trauma reciente tan abarrotada a todas horas de ruido como profundamente sola e incomprendida.
Exageraciones del cine de género aparte, el retrato de las adversidades psicológicas de las cantantes de gran éxito es preciso y rico en su descripción, así como su integración de los códigos fantásticos del espíritu maligno para lo que no deja de ser una fábula sobre la psicopatía y la cabeza fragmentada como nuestro peor enemigo.
La puesta en escena desplegada por Parker Finn despliega un abanico lo suficientemente sugerente de soluciones visuales vigorosas como para sacar el máximo partido a los escuetos elementos narrativos y dramáticos del largometraje. Apuesta por una histriónica catedral del jump scare, apoyada en el recurso reiterado de regresar a un mismo encuadre en el que aparece intermitentemente un personaje congelado con sonrisa demente. La magia del plano contraplano, la angulación para vincular la amenaza a la mirada y un diseño de sonido que bascula estruendos, chirridos y silencios. Y especialmente potente es el desasosegante plano secuencia que abre la película, un punto álgido que hace de la incógnita virtud y cuyas cotas jamás llegan a alcanzarse durante el resto de la película.
Es innegable que la película desdeña cualquier atisbo de sutileza o de esconder de manera más velada o ambigua en las ambiciones expresivas de su vocabulario de terror. Es terror comercial que ni innova ni sorprende en su registro, mera feria de sustos, eso sí, impecablemente ejecutada. Una estrategia que esconde un puñado de golpes de efecto combinando lo real con lo imaginado, pero que se compone en su mayoría de una reiteración de instantes cebados. Secuela que no se abre a la sorpresa ni a la evolución de lo ya planteado, pero sí a su sofisticación, y que para un servidor supuso una grata sorpresa a reivindicar sobre otros títulos de terror mucho más cacareados.
De modo que independientemente de si la propuesta hará o no las delicias de los estrictos conversos, servidor se tomará las siguientes líneas para condensar el marcado interés que esta presenta. Un viaje dilatado en metraje pero profuso en intensidad acústica e imágenes estremecedoras. Ligera en el alcance de su terror pero efectiva tramando el impacto de su visionado. Juguetona combinando el dinamismo de su planificación con un eficaz conflicto psicológico.
El personaje protagonista interpretado por Naomi Scott representa el principal motor vehicular de una narración que logra desarrollar convincentes reflexiones críticas sobre la salud mental en el mundo del espectáculo y la exposición mediática, que deja vulnerable a las estrellas del pop ante la despiadada recepción en redes sociales de fanáticos y críticos. Una figura acompañada de colaboradores, familiares y técnicos que la aúpan para brillar sobre el escenario aún a costa de que sea con sonrisas rotas. Agobiantes ejes de una cadena que propulsan el brillo de una carcasa, acompañando a una joven lacerada por un trauma reciente tan abarrotada a todas horas de ruido como profundamente sola e incomprendida.
Exageraciones del cine de género aparte, el retrato de las adversidades psicológicas de las cantantes de gran éxito es preciso y rico en su descripción, así como su integración de los códigos fantásticos del espíritu maligno para lo que no deja de ser una fábula sobre la psicopatía y la cabeza fragmentada como nuestro peor enemigo.
La puesta en escena desplegada por Parker Finn despliega un abanico lo suficientemente sugerente de soluciones visuales vigorosas como para sacar el máximo partido a los escuetos elementos narrativos y dramáticos del largometraje. Apuesta por una histriónica catedral del jump scare, apoyada en el recurso reiterado de regresar a un mismo encuadre en el que aparece intermitentemente un personaje congelado con sonrisa demente. La magia del plano contraplano, la angulación para vincular la amenaza a la mirada y un diseño de sonido que bascula estruendos, chirridos y silencios. Y especialmente potente es el desasosegante plano secuencia que abre la película, un punto álgido que hace de la incógnita virtud y cuyas cotas jamás llegan a alcanzarse durante el resto de la película.
Es innegable que la película desdeña cualquier atisbo de sutileza o de esconder de manera más velada o ambigua en las ambiciones expresivas de su vocabulario de terror. Es terror comercial que ni innova ni sorprende en su registro, mera feria de sustos, eso sí, impecablemente ejecutada. Una estrategia que esconde un puñado de golpes de efecto combinando lo real con lo imaginado, pero que se compone en su mayoría de una reiteración de instantes cebados. Secuela que no se abre a la sorpresa ni a la evolución de lo ya planteado, pero sí a su sofisticación, y que para un servidor supuso una grata sorpresa a reivindicar sobre otros títulos de terror mucho más cacareados.
27 de agosto de 2024
18 de 27 usuarios han encontrado esta crítica útil
Algunos cineastas, complicidad mediante con las distribuidoras, consiguen a lo largo de los años asociar los estrenos de sus nuevas películas a una época concreta del año. Monopolizado por los blockbusters, el calendario estival recibe como agua fresca los nuevos trabajos de nombres asentados del cine de autor. La vinculación con elementos coyunturales o culturales de tu audiencia ayuda a reforzar los rasgos identitarios de tu estilo o del formato de tu cine, y varios de ellos han ayudado a definir la trayectoria ascendente de un cineasta español al que hemos visto creer ante nuestros ojos. Aquel a quién podríamos ya confirmar como el mejor retratista de la ciudad de Madrid de nuestros tiempos contemporáneos, así como un poeta en crecimiento de la crisis de los 40 en la clase media española. Tras presentarse en la Quincena de realizadores del pasado Festival de Cannes, donde la crítica le dedicó entusiastas alabanzas, llega al cierre del verano la que está llamada a ser una de las puntas de lanza del próximo cine de autor patrio. Hablamos de Volveréis, octava película de Jonás Trueba protagonizada y coescrita por Itsaso Arana y Vito Sanz.
Coproducción francesa sobre afectos entre cineastas en el que las capas de ficción se entremezclan y las divisiones ofrecen nuevos comienzos. Un intachable trabajo de madurez, pues un crítico que renegaba por completo de sus primeros trabajos como este servidor se rinde ante los numerosos encantos ante la que es, de largo, su obra mas redonda, compleja y lograda. Una conjunción de conceptos y estilemas sugerentes y ambiguos que no llegan a ser sofisticados en la segunda hora de su metraje, pero esta no llega a arruinar los réditos de la primera ni la pegadiza sensibilidad del conjunto.
La organización de un festejo inesperado y la comunicación del mismo a familiares y seres queridos hace las veces de instigador de una reformulación terapéutica en el seno de una relación amorosa. Una sacudida del estado de las cosas para reencontrarse con la plenitud de la rutina repetida en compañía. Un punto y aparte en el día a día de una dupla que comparten vida personal y profesional, pues ambos han colaborado en una película en fase de montaje dirigida por ella y protagonizada por él. Es el sino ineludible de los cineastas que su obra y su vida sean indisociables, incluso reflejo la una de la otra en la esfera del cine independiente.
Observar en paralelo el frustrado y crítico proceso de montaje de una película y la consecución de la extravagante decisión sobre el porvenir de la pareja permite un diálogo meta-cinematográfico juguetón que baña de energía dinámica un recorrido calmo con variados guiños cinéfilos y equívocos abiertos a dobles interpretaciones. Cine liviano que no banal, veraniego y en la vena romántica de Rohmer y Allen pero con una identidad propia apoyada en la calma madrileña del mes de agosto y en las inseguridades del cuarentón de la esfera cultural. El cine de Trueba naufragaba empalagoso y artificial cuando retrataba los amoríos de una juventud inexistente de diálogo pedante, pero adquiere sentido y verdad al diseccionar las dudas de madurez y la crisis de los 40, y hablando de un colectivo de cineastas jovenes y reconocibles al que pertenece.
La fortaleza más difícil de replicar e indeleble de Volveréis es la naturalidad que transmite en cada fotograma. El diálogo de los personajes, divertido, vivo y cotidiano, nunca ha sido mejor, dinámico y preciso para construir personajes, y la química de Arana y Sanz es tan intensa, necesitando tan solo las miradas en tantas ocasiones, como los mejores exponentes del romance clásico norteamericano. La construcción de encuadres, que se sirve de las reducidos dimensiones del piso de la pareja para representar simbólicamente su estado emocional, es sencilla pero elegante, y los desplazamientos ópticos y físicos de cámara reducidos pero precisos y enfáticos. El montaje juega un rol protagónico en su discurso de auto-ficción revelada, y los apuntes intermitentes de referencias literarias o pastorales melodías con arpa terminan por engranar un andamiaje rico en subtexto y controlado tono lírico.
Por original y fresca que resulte la ocurrencia de partida, Jonás y su pareja de protagonistas desperdician la posibilidad de profundizar en las implicaciones psicológicas, sociales o culturales de la rebeldía que podría conllevar la decisión de los personajes. Una posible lectura de las convenciones sobre la pareja normativa quedan finalmente en el territorio de las películas posibles, y lo que parecía una nueva vía se limita a ser un resorte para que él y ella revivan la pasión y confianza de la primera vez. Como le sucede a tanto cine de autor, arroja al tablero ideas ocurrentes y juegos de dispositivo que no trascienden la anécdota. Tras una primera hora prodigiosa el desarrollo se decanta por un nudo de conflicto romántico y reencuentro tan coherente como convencional, que impide que germinen algunas de las derivas lingüísticas inicialmente sugeridas.
Bucólica, íntima, deconstruida y reflexiva, Volveréis es una fiesta para amantes de Jonás Trueba, y tal vez la película que le granjeará el favor y cariño del resto de la audiencia que hasta ahora le ha dado la espalda. Su complacencia discursiva conlleva que, en su ombliguismo, el recorrido expresivo quede conforme transcurre en la superficie de las cosas, pero es tan intensa la compenetración artística de su trío creativo que no podemos sino congratularnos por la contundente evolución del estilo de un director del que me atrevo a afirmar que sus mejores obras aún estarán por llegar.
Coproducción francesa sobre afectos entre cineastas en el que las capas de ficción se entremezclan y las divisiones ofrecen nuevos comienzos. Un intachable trabajo de madurez, pues un crítico que renegaba por completo de sus primeros trabajos como este servidor se rinde ante los numerosos encantos ante la que es, de largo, su obra mas redonda, compleja y lograda. Una conjunción de conceptos y estilemas sugerentes y ambiguos que no llegan a ser sofisticados en la segunda hora de su metraje, pero esta no llega a arruinar los réditos de la primera ni la pegadiza sensibilidad del conjunto.
La organización de un festejo inesperado y la comunicación del mismo a familiares y seres queridos hace las veces de instigador de una reformulación terapéutica en el seno de una relación amorosa. Una sacudida del estado de las cosas para reencontrarse con la plenitud de la rutina repetida en compañía. Un punto y aparte en el día a día de una dupla que comparten vida personal y profesional, pues ambos han colaborado en una película en fase de montaje dirigida por ella y protagonizada por él. Es el sino ineludible de los cineastas que su obra y su vida sean indisociables, incluso reflejo la una de la otra en la esfera del cine independiente.
Observar en paralelo el frustrado y crítico proceso de montaje de una película y la consecución de la extravagante decisión sobre el porvenir de la pareja permite un diálogo meta-cinematográfico juguetón que baña de energía dinámica un recorrido calmo con variados guiños cinéfilos y equívocos abiertos a dobles interpretaciones. Cine liviano que no banal, veraniego y en la vena romántica de Rohmer y Allen pero con una identidad propia apoyada en la calma madrileña del mes de agosto y en las inseguridades del cuarentón de la esfera cultural. El cine de Trueba naufragaba empalagoso y artificial cuando retrataba los amoríos de una juventud inexistente de diálogo pedante, pero adquiere sentido y verdad al diseccionar las dudas de madurez y la crisis de los 40, y hablando de un colectivo de cineastas jovenes y reconocibles al que pertenece.
La fortaleza más difícil de replicar e indeleble de Volveréis es la naturalidad que transmite en cada fotograma. El diálogo de los personajes, divertido, vivo y cotidiano, nunca ha sido mejor, dinámico y preciso para construir personajes, y la química de Arana y Sanz es tan intensa, necesitando tan solo las miradas en tantas ocasiones, como los mejores exponentes del romance clásico norteamericano. La construcción de encuadres, que se sirve de las reducidos dimensiones del piso de la pareja para representar simbólicamente su estado emocional, es sencilla pero elegante, y los desplazamientos ópticos y físicos de cámara reducidos pero precisos y enfáticos. El montaje juega un rol protagónico en su discurso de auto-ficción revelada, y los apuntes intermitentes de referencias literarias o pastorales melodías con arpa terminan por engranar un andamiaje rico en subtexto y controlado tono lírico.
Por original y fresca que resulte la ocurrencia de partida, Jonás y su pareja de protagonistas desperdician la posibilidad de profundizar en las implicaciones psicológicas, sociales o culturales de la rebeldía que podría conllevar la decisión de los personajes. Una posible lectura de las convenciones sobre la pareja normativa quedan finalmente en el territorio de las películas posibles, y lo que parecía una nueva vía se limita a ser un resorte para que él y ella revivan la pasión y confianza de la primera vez. Como le sucede a tanto cine de autor, arroja al tablero ideas ocurrentes y juegos de dispositivo que no trascienden la anécdota. Tras una primera hora prodigiosa el desarrollo se decanta por un nudo de conflicto romántico y reencuentro tan coherente como convencional, que impide que germinen algunas de las derivas lingüísticas inicialmente sugeridas.
Bucólica, íntima, deconstruida y reflexiva, Volveréis es una fiesta para amantes de Jonás Trueba, y tal vez la película que le granjeará el favor y cariño del resto de la audiencia que hasta ahora le ha dado la espalda. Su complacencia discursiva conlleva que, en su ombliguismo, el recorrido expresivo quede conforme transcurre en la superficie de las cosas, pero es tan intensa la compenetración artística de su trío creativo que no podemos sino congratularnos por la contundente evolución del estilo de un director del que me atrevo a afirmar que sus mejores obras aún estarán por llegar.
22 de agosto de 2024
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
El thriller romántico se vincula con algunos de los exponentes mas añejos de la expresión cinematográfica, y ha sabido reinventarse lo suficiente para mantener plena vigencia en nuestros líquidos tiempos de ruido digital, sobresaliendo el ejemplo que nos ocupa de entre la tediosa cartelera estival por la ausencia de alternativas en las mismas coordenadas. Si a ello lo sumamos que se trata de una coproducción con estrellas estadounidenses rodada en exóticos entornos mediterráneos y capitaneada por un veterano realizador español, son múltiples los focos de interés. A escasas semanas de que la nueva cosecha patria desembarque entre bombo y platillos en las idealizadas costas donostiarras, Bteam nos sacude de nuestro letargo estival con el contraplano oscuro del placer vacacional: Isla perdida, nuevo largometraje de Fernando Trueba rodado en islas griegas y protagonizado por Aida Folch y Matt Dillon. Una película que aúna una plétora de elementos sugerentes en la coctelera que fueron suficientes para captar la atención de este crítico, y podrán deparar un visionado intenso para los espectadores. La ejecución de sus ideas difícilmente podría ser mas pobre, pero el exotismo de sus coordenadas ayudan a sobrellevar sus carencias.
Los paraísos terrenales recónditos como escondrijo de pasados dolorosos, y ansiado templo de un posible renacer. Estampa de ensueño para improbables encuentros transnacionales y campo de juego para la pasión y una decodificación laboral sin ataduras ni compromisos. El simbolismo de la isla soñada es el núcleo temático de un relato suspense engranado como una cebolla que desvela gradualmente sus capas, en paralelo a la evolución del intenso romance de sus protagonistas. Una conjunción de amantes a la deriva con química indeleble donde la confianza mutua, reforzada a partir de revelaciones confrontadas, conducen a un callejón sin salida. Una turbia reflexión sobre la manifestación tóxica de la pasión amorosa y la incapacidad de enterrar para siempre tus crímenes pasados. Como muchos habrán podido imaginar, la carismática presencia de Matt Dillon es el gran valor de esta película, capaz de concentrar en su personaje misterio, encanto, ternura o temor desde la contención y la expresión a través de la mirada. Los primeros compases de su cortejo con el personaje protagónico de Aida Folch impulsan el desarrollo del filme durante su primer acto, pues el carácter de cada uno ejerce de expresivo contrapunto del otro y a través de sus interacciones Trueba nos permite conocerlos gradualmente. Su faceta de suspense sensual y/o erótica es el rasgo tonal mas logrado de una película mas encomiable en sus objetivos que en la consecución de los mismos. Desde los primeros compases queda claro que no es oro todo lo que reluce ni en este nuevo inicio amoroso ni en este arrebatador escenario, y aún cuando la narración atraviesa momentos plácidos o instantes de celebración preserva la sensación de tormenta agazapada tras la calma. Tratado sobre la inevitabilidad del dolor, la decepción y la violencia, que lamentablemente pierde toda finura tan pronto como confirma cada una de sus sospechas.
Los lugares son tan trascendentales en el cine debido a su rol narrativo o emocional en el conjunto discursivo como por la vinculación que los personajes desarrollan con dichos espacios. Tanto la isla como la cultura griega, retratada desde las canciones folclóricas, la gastronomía o la fotografía anaranjada de atardecer, son puestas en escena desde la perspectiva de la postal de cliché. El elemento identitario mediterráneo queda pues abandonado en un quinto plano, y la tensión entre los dos protagonistas pierde entereza tan pronto como se va desenredando la senda escondida de los trapos sucios del personaje de Matt Dillon. El acabado fotográfico es eficiente, y su puesta en escena recurre con torpeza a algunos zooms, pero mayormente se limita, poco inspirada pero oficiosa, a ilustrar el guion. Es por ello consecuente que si el guion es tan lamentable como el de la película que nos ocupa, el conjunto se ve afectado. El espectador va siempre un paso por delante de las revelaciones de la trama, y cuando estas se manifiestan optan por la declamación verbal, el trazo grueso y el griterío y contienda escabrosa. El encuentro violento suscita reflexión cuando se sugiere y se torna vulgar, novelesco y estereotípico en su encarnación, y la irrupción de la muerte acaba por arrastrar el largometraje al terreno de la caricatura lejana de cualquier autoconsciencia.
Truculenta, histriónica y gruesa, Isla perdida parte de una tensión sexual embadurnada de misterio para desembocar en una olla exprés de fatalidad delineada y estridente.
Los paraísos terrenales recónditos como escondrijo de pasados dolorosos, y ansiado templo de un posible renacer. Estampa de ensueño para improbables encuentros transnacionales y campo de juego para la pasión y una decodificación laboral sin ataduras ni compromisos. El simbolismo de la isla soñada es el núcleo temático de un relato suspense engranado como una cebolla que desvela gradualmente sus capas, en paralelo a la evolución del intenso romance de sus protagonistas. Una conjunción de amantes a la deriva con química indeleble donde la confianza mutua, reforzada a partir de revelaciones confrontadas, conducen a un callejón sin salida. Una turbia reflexión sobre la manifestación tóxica de la pasión amorosa y la incapacidad de enterrar para siempre tus crímenes pasados. Como muchos habrán podido imaginar, la carismática presencia de Matt Dillon es el gran valor de esta película, capaz de concentrar en su personaje misterio, encanto, ternura o temor desde la contención y la expresión a través de la mirada. Los primeros compases de su cortejo con el personaje protagónico de Aida Folch impulsan el desarrollo del filme durante su primer acto, pues el carácter de cada uno ejerce de expresivo contrapunto del otro y a través de sus interacciones Trueba nos permite conocerlos gradualmente. Su faceta de suspense sensual y/o erótica es el rasgo tonal mas logrado de una película mas encomiable en sus objetivos que en la consecución de los mismos. Desde los primeros compases queda claro que no es oro todo lo que reluce ni en este nuevo inicio amoroso ni en este arrebatador escenario, y aún cuando la narración atraviesa momentos plácidos o instantes de celebración preserva la sensación de tormenta agazapada tras la calma. Tratado sobre la inevitabilidad del dolor, la decepción y la violencia, que lamentablemente pierde toda finura tan pronto como confirma cada una de sus sospechas.
Los lugares son tan trascendentales en el cine debido a su rol narrativo o emocional en el conjunto discursivo como por la vinculación que los personajes desarrollan con dichos espacios. Tanto la isla como la cultura griega, retratada desde las canciones folclóricas, la gastronomía o la fotografía anaranjada de atardecer, son puestas en escena desde la perspectiva de la postal de cliché. El elemento identitario mediterráneo queda pues abandonado en un quinto plano, y la tensión entre los dos protagonistas pierde entereza tan pronto como se va desenredando la senda escondida de los trapos sucios del personaje de Matt Dillon. El acabado fotográfico es eficiente, y su puesta en escena recurre con torpeza a algunos zooms, pero mayormente se limita, poco inspirada pero oficiosa, a ilustrar el guion. Es por ello consecuente que si el guion es tan lamentable como el de la película que nos ocupa, el conjunto se ve afectado. El espectador va siempre un paso por delante de las revelaciones de la trama, y cuando estas se manifiestan optan por la declamación verbal, el trazo grueso y el griterío y contienda escabrosa. El encuentro violento suscita reflexión cuando se sugiere y se torna vulgar, novelesco y estereotípico en su encarnación, y la irrupción de la muerte acaba por arrastrar el largometraje al terreno de la caricatura lejana de cualquier autoconsciencia.
Truculenta, histriónica y gruesa, Isla perdida parte de una tensión sexual embadurnada de misterio para desembocar en una olla exprés de fatalidad delineada y estridente.
20 de agosto de 2024
4 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cuando su película obtiene el éxito para recibir continuidad serializada, es una fuerte tentación para muchos creadores forzar una trilogía. En la era de las propiedades intelectuales reconocibles, secuelas y remakes, siempre es una noticia positiva que una historia original reciba el suficiente apoyo para seguir desarrollándose, y la anomalía se torna aún más grata cuando se produce en los márgenes de las producciones mas modestas. El cine fantástico y de terror se encuentra en un buen momento de forma al menos en lo que se refiere a volumen de producción y aceptación de público y crítica, y en un verano con prometedores exponentes se suma a la conversación el cierre de la retro-epopeya slasher de Ti West y Mia Goth. Tras años labrándose un nombre entre los fanáticos del terror más crudo e independiente, Ti West regresó para cosechar un reconocimiento nunca antes recibido con su dueto de X y Pearl, rodadas a la vez y estrenadas al unísono en 2022. Tras dos años y con mas ambiciosos medios de producción a su disposición, llega el tercer jalón de la trilogía: MaXXXine, de nuevo protagonizada por Mia Goth, en este caso en el rol de la Maxxine que da título a la cinta y que protagonizara X. Una propuesta enunciada desde un cariño genuino y jalonada por el suficiente número de elementos de interés para deleitar a los encandilados por la saga. Sin embargo, lejos queda el sorprendente impacto de su primera entrega, que se ha diluido y devaluado con cada secuela, tratándose esta de la mas rutinaria de las tres.
Tras la revisitación al porno amateur y descuartizamiento campestre de los 70, y la deconstrucción demente de los sueños de emancipación en la depresión granjera durante la Primera Guerra Mundial, llega con MaXXXine el turno de la pompa y brillo de la industria hollywoodiense de los años 80 y el esplendor de la producción de cine para adultos. Se codifica de nuevo como un homenaje a las estéticas visuales de una época que toma prestadas, llegando en esta ocasión al universo de los videoclubs y el VHS, el cartel brillante y el sintetizador, recuperando de pleno la mitología iconográfica que rodea a la ciudad de los Ángeles. El nexo formal entre las tres películas es el de revisitar eras del cine de terror e imaginarios del séptimo arte estadounidense, y tras La matanza de Texas y El Mago de Oz llega el turno de los slashers en la onda de Maniac de William Lustig. Un viaje alrededor del romanticismo cultural que causó el cine durante el Siglo XX guiado por el crecimiento personal y empoderamiento en la ficción de Mia Goth.
Su protagonismo es el activo más potente de la trilogía, y si bien da vida a dos personajes el conjunto de las tres películas revela a Pearl y a Maxxine como dos caras de una misma moneda: una mujer lastrada por su pasado que desea convertirse en estrella cueste lo que cueste, y en cuyo camino el deseo jugará un rol impredecible pero crucial. La Maxxine Minx de esta película es de largo la iteración mas empoderada y de mas fuerte carácter, toda una anti-heroína que resuelve sus problemas y peligros por sus propios y despiadados medios. Un vehículo de lucimiento para una Mia Goth que también participa de la producción y el guion del largometraje, y que encarna con todo su histérico registro de emociones el gran tema de la trilogía: la emancipación catártico del yugo del puritanismo religioso. Una confrontación simbólica que se canaliza a través del asesinato sangriento, y que conllevará el reencuentro traumático con el pasado familiar eludido.
Ti West ha procurado llevar a cabo la maniobra que Tarantino sublimó con su Érase una vez en Hollywood, pero dentro de los confines del género de terror. Más allá del tributo plástico a los códigos visuales de la ciudad de los sueños, la cotidianidad laboral de Maxxine permite a la película recrearse en una sucesión de guiños nostálgicos al Olimpo cinematográfico cuyos ecos resuenan en los decorados y callejones de una Hollywood que atravesaba un determinante impasse de transformación. Reverencias desenfadas a clásicos del terror que ejercen de inofensivo pero simpático contrapunto humorístico y aúnan mas convicción que su descafeinada utilización de trilladas melodías pop coetáneas, filtros análogicos o cartelas retro. Su faceta humorística juega un rol capital en dar brío a la funcional narración, pues personajes secundarios como el de Kevin Bacon o la pareja detectivesca de Cannavale y Monaghan consiguen destilar carisma en sus escasos minutos en pantalla, y la ambición profesional de Maxxine halla su detonador perfecto en el seco y carismático personaje de Elizabeth Debicki.
Una vez concluida la trilogía, la experiencia no resulta mas enriquecedora ni compleja que habiendo visionado tan solo X. Los temas y conflictos principales son los mismos de aquella, y su regreso obedece mas a una reiteración subrayada que a una evolución. MaXXXine se sitúa en una complacencia nostálgica perezosa, desinteresada en aportar nada nuevo ni a su propia serie ni al género fantástico como tal, al cual aporta una enésima manifestación fetichista de imaginarios cuya capacidad de subversión estamos aniquilando gradualmente entre todos. Como cinta de terror sus réditos son de una sorprendente pobreza, su portentoso inicio no tiene continuidad en su perezoso acercamiento a los primeros pasos de Maxxine en la ficción convencional, y la subtrama de asesinatos en serie queda reducido a mero resorte narrativo para ganar tiempo de desarrollo. Pero donde el filme se desploma es en su chapucero tercer acto, donde su evidente revelación de la identidad del villano y su obligatorio clímax violento nos recuerdan al cine de terror mas chusco. Nada nuevo bajo el sol, y todo aquella ambigüedad que pudiera quedar esbozada en X deviene ya proclamación monocorde, aniquilando toda conversación posible.
MaXXXine confirma unas intenciones nostálgicas por parte de Ti West que solo quedaban esbozadas en X, marcando el rumbo de su relato hacia la vulgaridad..
Tras la revisitación al porno amateur y descuartizamiento campestre de los 70, y la deconstrucción demente de los sueños de emancipación en la depresión granjera durante la Primera Guerra Mundial, llega con MaXXXine el turno de la pompa y brillo de la industria hollywoodiense de los años 80 y el esplendor de la producción de cine para adultos. Se codifica de nuevo como un homenaje a las estéticas visuales de una época que toma prestadas, llegando en esta ocasión al universo de los videoclubs y el VHS, el cartel brillante y el sintetizador, recuperando de pleno la mitología iconográfica que rodea a la ciudad de los Ángeles. El nexo formal entre las tres películas es el de revisitar eras del cine de terror e imaginarios del séptimo arte estadounidense, y tras La matanza de Texas y El Mago de Oz llega el turno de los slashers en la onda de Maniac de William Lustig. Un viaje alrededor del romanticismo cultural que causó el cine durante el Siglo XX guiado por el crecimiento personal y empoderamiento en la ficción de Mia Goth.
Su protagonismo es el activo más potente de la trilogía, y si bien da vida a dos personajes el conjunto de las tres películas revela a Pearl y a Maxxine como dos caras de una misma moneda: una mujer lastrada por su pasado que desea convertirse en estrella cueste lo que cueste, y en cuyo camino el deseo jugará un rol impredecible pero crucial. La Maxxine Minx de esta película es de largo la iteración mas empoderada y de mas fuerte carácter, toda una anti-heroína que resuelve sus problemas y peligros por sus propios y despiadados medios. Un vehículo de lucimiento para una Mia Goth que también participa de la producción y el guion del largometraje, y que encarna con todo su histérico registro de emociones el gran tema de la trilogía: la emancipación catártico del yugo del puritanismo religioso. Una confrontación simbólica que se canaliza a través del asesinato sangriento, y que conllevará el reencuentro traumático con el pasado familiar eludido.
Ti West ha procurado llevar a cabo la maniobra que Tarantino sublimó con su Érase una vez en Hollywood, pero dentro de los confines del género de terror. Más allá del tributo plástico a los códigos visuales de la ciudad de los sueños, la cotidianidad laboral de Maxxine permite a la película recrearse en una sucesión de guiños nostálgicos al Olimpo cinematográfico cuyos ecos resuenan en los decorados y callejones de una Hollywood que atravesaba un determinante impasse de transformación. Reverencias desenfadas a clásicos del terror que ejercen de inofensivo pero simpático contrapunto humorístico y aúnan mas convicción que su descafeinada utilización de trilladas melodías pop coetáneas, filtros análogicos o cartelas retro. Su faceta humorística juega un rol capital en dar brío a la funcional narración, pues personajes secundarios como el de Kevin Bacon o la pareja detectivesca de Cannavale y Monaghan consiguen destilar carisma en sus escasos minutos en pantalla, y la ambición profesional de Maxxine halla su detonador perfecto en el seco y carismático personaje de Elizabeth Debicki.
Una vez concluida la trilogía, la experiencia no resulta mas enriquecedora ni compleja que habiendo visionado tan solo X. Los temas y conflictos principales son los mismos de aquella, y su regreso obedece mas a una reiteración subrayada que a una evolución. MaXXXine se sitúa en una complacencia nostálgica perezosa, desinteresada en aportar nada nuevo ni a su propia serie ni al género fantástico como tal, al cual aporta una enésima manifestación fetichista de imaginarios cuya capacidad de subversión estamos aniquilando gradualmente entre todos. Como cinta de terror sus réditos son de una sorprendente pobreza, su portentoso inicio no tiene continuidad en su perezoso acercamiento a los primeros pasos de Maxxine en la ficción convencional, y la subtrama de asesinatos en serie queda reducido a mero resorte narrativo para ganar tiempo de desarrollo. Pero donde el filme se desploma es en su chapucero tercer acto, donde su evidente revelación de la identidad del villano y su obligatorio clímax violento nos recuerdan al cine de terror mas chusco. Nada nuevo bajo el sol, y todo aquella ambigüedad que pudiera quedar esbozada en X deviene ya proclamación monocorde, aniquilando toda conversación posible.
MaXXXine confirma unas intenciones nostálgicas por parte de Ti West que solo quedaban esbozadas en X, marcando el rumbo de su relato hacia la vulgaridad..
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