Hay una especie de tensi�n o de juego de disfraces o de equ�voco misterioso o quiz� haya alguna manera mejor de llamarlo, pero, en cualquier caso, hay algo fascinante que une y separa a las novelas de Arturo P�rez-Reverte con la forma en que se presenta al p�blico Arturo P�rez-Reverte (Cartagena, 1951). En resumen: cuanto m�s errolflynnesco es el personaje APR, m�s sorprendente y conmovedor es descubrir que lo que merece la pena de sus novelas es una delicadeza casi secreta.
La isla de la Mujer Dormida
Alfaguara. 416 p�ginas. 22,90 � Ebook: 12,99 �
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Cuanto m�s quevedesco es el humor del acad�mico y periodista, m�s cervantinos son muchos de los personajes de sus novelas. Cuanto m�s abrumador es el despliegue de conocimientos concretos en sus textos (cosas como el funcionamiento de un equipo de radioperadores en los a�os 30, la diferencia entre un torpedo italiano y uno alem�n...), m�s evidente es que lo que de verdad importa es algo indecible y profundamente humano, mucho m�s melanc�lico que triunfante. �Ser� consciente P�rez-Reverte de esa paradoja?
Un eterno conflicto moral
La isla de la Mujer Dormida es, quiz�, el libro en el que menos secreto es ese secreto, hasta el punto de que dan ganas de emparentar a P�rez-Reverte con la tradici�n de los novelistas que en cada libro escriben una variaci�n, una ampliaci�n o, simplemente, una continuaci�n de la �nica historia que quieren contar. Visto desde lejos, P�rez-Reverte parece lo contrario de Patrick Modiano o de nuestro Francisco Umbral, visto desde lejos parece un devorador de combates, de paisajes y de amantes novelescas.
Pero, en la esencia, el conflicto moral que planeta La isla de la Mujer Dormida es la misma que la de El italiano (Alfaguara, 2022), por poner un ejemplo obvio: el h�roe equ�voco, la causa probablemente equivocada, el miedo como horizonte inevitable, el aplomo como un bien moral, incompleto pero al menos cierto... En eso, b�sicamente, consisten esta novela y la obra de P�rez-Reverte.
Una s�ntesis: en 1938, en un paisaje levantino, un poco Cuarteto de Alejandr�a, un poco Patrick Leigh Fermor, el Ej�rcito franquista ordena a un marino mercante espa�ol, apenas cualificado como militar, que se convierta en su corsario y que act�e en el Egeo con el fin de sabotear el flujo de transatl�nticos y cargueros con el que la URSS sostiene al Gobierno de la Segunda Rep�blica. Alrededor de esa misi�n clandestina se despliegan esp�as socarrones, mercenarios albaneses, fil�sofos derrotados, prostitutas vestidas de negro, modelos cocain�manas...
Cervantinos y shakespearianos
Miguel Jord�n, el capit�n de esa dudosa tropa, no es un h�roe hecho para complacer. No es culto, tiende a autoritario y sus atisbos de compasi�n son limitados, por lo menos en principio. No es encantador y atormentado al estilo de Lord Jim, sino severo y cori�ceo como Spencer Tracy. Su bandera es la de un alzamiento hacia el que es esc�ptico y que no le va a respaldar si hay problemas. Su matrimonio es infeliz o ni siquiera eso. Pero nada de eso es del todo importante cuando llegue el momento de juzgarlo.
Una paradoja m�s: lo que pone la piel en esa estructura m�s o menos arquet�pica en el g�nero de la novela de aventuras no es su h�roe sino su reparto de secundarios. Antes apareci� el adjetivo "cervantino". Cervantinos (m�s sanchos que quijotes) son los dos esp�as de La isla de la Mujer Dormida, uno republicano y otro falangista, los dos tendentes a la autoparodia y al relativismo.
No son h�roes ni conducen torpederos pero se unen en una amistad heroica. Y shakespeariano es el radioperador del ej�rcito secreto de Jord�n, un ingl�s borrachuzo y sabio al estilo de Falstaff. Como en las tragedias de Shakespeare, la nobleza humana espera escondida detr�s de cualquier figura aparentemente pat�tica e irrelevante. La isla de la Mujer Dormida es el mismo libro de cada a�o, un poco m�s complejo.