Tuesday 5 de November, 2024

OPINIóN | 02-11-2024 07:32

La superpotencia esquizofrénica

La ambigua posición de Estados Unidos y sus candidatos presidenciales sobre el conflicto en Oriente Medio. Por qué Biden hace agua en el final de su mandato.

La campaña electoral norteamericana que está por culminar no tardó en  degenerarse en un torneo de insultos burdos destinados a demoler no sólo al adversario sino también a los tentados a apoyarlo. Según Kamala Harris, Donald Trump es un fascista que admira a Hitler y sueña con emularlo; a juicio de Trump, la vicepresidenta es una mujer “estúpida” de inclinaciones marxistas que, de haber sido un hombre blanco de características parecidas, nunca se hubiera acercado al lugar que actualmente ocupa. Es de prever, pues, que la gestión presidencial del eventual ganador de esta contienda nada ejemplar sea sumamente conflictiva. Tendrá en contra a medio país que se sentirá cruelmente defraudado por el resultado oficial que, como hizo Trump hace cuatro años e Hilary Clinton hace ocho, considerará ilegítimo a menos que sea muy amplio el margen de victoria del ganador.

Así las cosas, puede entenderse el malestar que está ocasionando este espectáculo deprimente en el resto del mundo democrático, que se siente rehén del drama político norteamericano. Por sus dimensiones demográficas, la productividad de su economía y el poder de fuego de sus fuerzas armadas, Estados Unidos es por lejos el país occidental más fuerte. La idea de que, andando el tiempo, la Unión Europea podría al menos igualarlo, ha resultado ser una fantasía; el bloque, que está inmerso en una crisis económica exasperante, corre peligro de desintegrarse al privilegiar los gobiernos de los países que lo conforman sus propias prioridades nacionales.  

Con todo, aunque tanto depende de Estados Unidos, la superpotencia carece de una clase dirigente que esté dispuesta a asumir plenamente las responsabilidades que le corresponden por ser el país líder de las democracias en un mundo convulsionado.  Demás está decir que la sensación de parálisis interna que proyecta Estados Unidos tienta a sus enemigos, sean éstos islamistas o nacionalistas rencorosos como Xi y Putin, a sacar provecho de todas las oportunidades que vean surgiendo frente a ellos.

Si bien en los años últimos ha perdido terreno frente a China, el poder y riqueza de Estados Unidos son motivos de orgullo para casi todos los norteamericanos que propenden a atribuir su buena fortuna a sus propios méritos colectivos, de ahí la muy fuerte tradición aislacionista que, desde la Declaración de la Independencia de 1776, ha influido tanto en la relación con el “viejo mundo”. Para frustración de sus aliados, Estados Unidos siempre ha sido reacio a intervenir en disputas que sus dirigentes, y buena parte de la población, consideran ajenas.  Es más que probable que, de no haber sido por tal actitud, las dos guerras mundiales hubieran terminado mucho antes.

Aunque los encargados de la política exterior del gobierno encabezado formalmente por Joe Biden entienden que las circunstancias los obligan a figurar como líderes del “mundo libre”, quisieran creerse al servicio de “la comunidad internacional” que  debería subordinarse al Consejo de Seguridad de la ONU del que Rusia y China, dos países rivales, para no decir enemigos, son miembros permanentes que se oponen automáticamente a las iniciativas que no les gustan. Lejos de estar decididos a fortalecer un orden basado en reglas claras, están tratando de dinamitar la versión que fue instalada por  Estados Unidos luego del colapso de la Unión Soviética.

Será por querer conservar una ilusión de estabilidad internacional que la administración de Biden parece querer impedir que Ucrania e Israel logren derrotar decisivamente a las “autocracias” que están procurando barrerlos de la faz de la Tierra. Han entregado a los ucranianos cantidades colosales de dinero y armas suficientes como para permitirles defenderse contra las huestes de Vladimir Putin, pero han negado a darles lo que necesitarían para expulsarlas del territorio que ocupan. Apoyan militarmente a Israel, pero a cambio quieren que desista de atacar a las instalaciones nucleares y refinerías petroleras de Irán; si, como muchos creen es más que probable, los sanguinarios guerreros santos iraníes pronto consiguen bombas atómicas para usar contra la odiada “entidad sionista” que, por mandato divino, se han comprometido a exterminar, sería en buena medida merced a las restricciones impuestas por los norteamericanos.

Por razones electoralistas, quienes rodean a Biden no querían que Benjamín Netanyahu sacara pleno provecho de una oportunidad acaso irrepetible para desbaratar definitivamente el programa nuclear iraní. Para perplejidad del gobierno estadounidense, Netanyahu antepone la supervivencia de su propio país y sus habitantes a los intereses electorales de Kamala en estados como Michigan en que importa el voto musulmán.

Bajo Biden, la política exterior estadounidense ha sido tan ambigua que ha dejado una impresión de confusión estratégica que ha venido de perlas a los resueltos a poner fin cuanto antes a la prolongada supremacía occidental. Tal y como están las cosas, parece inevitable que el sucesor -o la sucesora- de Biden, que seguirá en la Casa Blanca hasta el 20 de enero del año que viene, resulte incapaz de restaurar el prestigio de la superpotencia.

Trump es un aislacionista extremo que, además de querer blindar la frontera con México con un muro para frenar “la invasión” de millones de inmigrantes indocumentados e indeseados, promete erigir barreras tarifarias gigantescas para mantener a raya a bienes de consumo chinos. Y, a juzgar por su actuación como la candidata presidencial oficialista, Kamala sencillamente no estaría a la altura del rol por el cual está compitiendo.

¿Sería capaz de intimidar a personajes como Xi Jinping, Vladimir Putin, y los malignos ayatolás de la República Islámica de Irán, si se les ocurre intensificar su ofensiva contra Estados Unidos y sus aliados?  No es necesario ser un partidario de Trump para temer que una eventual gestión de la señora tendría un impacto muy dañino en el tablero internacional porque la imagen de un mandatario puede importar mucho más que la realidad concreta.

En virtualmente todos los países occidentales, las elites dominantes se caracterizan por su extremo pesimismo cultural. Quienes aún están dispuestos a reivindicar las tradiciones del país en que se formaron suelen hacerlo de manera dubitativa, mientras que los inclinados a criticarlas se han acostumbrado a denunciarlas con ferocidad virulenta. Es lo que están haciendo en Estados Unidos, donde los militantes de la progresía local insisten en que, lo sepan o no, todos los blancos son racistas miserables, misóginos rabiosos e imperialistas genocidas que deberían arrepentirse de los pecados originales así supuestos y, arrodillándose, suplicar perdón a los herederos de las víctimas de crímenes atribuidos a sus antepasados. Para los progres más combativos, la única cultura humana mala es la occidental que, para redimirse, necesitará ser enriquecida por la inmigración multitudinaria de personas procedentes de otras partes del mundo.

La campaña frenética “woke” en contra de la sociedad que efectivamente existe se inició en las facultades de sociología y materias afines de las universidades norteamericanas más respetadas para entonces emprender, con éxito fulminante, la colonización de medios periodísticos, comenzando con los más prestigiosos, las industrias culturales y, para extrañeza de muchos, las juntas directivas de grandes empresas, en especial las vinculadas con la alta tecnología. La moda “woke” no tardaría en llegar a Europa y otras partes del mundo donde daría pie a enfrentamientos airados entre “derechistas” que la repudian, y “progresistas” que la han incorporado a su arsenal de quejas contra lo que aún queda del viejo orden.

Cuando se trata de los temas económicos e inmigratorios que más preocupan a los norteamericanos, las diferencias entre los dos candidatos no son muy grandes. En cambio, las diferencias ideológicas o, si se prefiere, culturales que los separan difícilmente podrían ser mayores. Por un lado están los partidarios de “la política de la identidad” según la cual todos los miembros de un grupo determinado, sea éste étnico o, en el caso de las mujeres, sexual, deberían militar a favor de las mismas opciones, y por el otro se encuentran quienes están en contra de tanta rigidez. Para los demócratas que se creían dueños naturales del voto negro e hispano, el que sean cada vez más los varones de dichas categorías que se sientan atraídos por Trump es una anomalía que sus estrategas parecen incapaces de entender.  

Como muchos han señalado, la brecha enorme que en Estados Unidos separa a los seguidores de Trump de los que apoyan a Kamala -aunque sólo fuera porque, al fin y al cabo, no es Trump- tiene más que ver con la “batalla cultural” que con sus respectivas propuestas económicas o sociales. Impresionada por las encuestas de opinión, Kamala dice que, como Trump, se esforzaría por poner fin a la inmigración ilegal y durante la campaña ha intentado convencer al electorado de que es una mujer “de clase media” que está resuelta a defender a sectores que se han visto perjudicados por los cambios de décadas recientes y que, en muchos casos, han reaccionado adhiriendo al movimiento creado por Trump, el primer político significante de su país en darse cuenta de las posibilidades que serían brindadas por la evolución desigual de la economía.    

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James Neilson

James Neilson

Former editor of the Buenos Aires Herald (1979-1986).

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